10/4/13

Las decisiones nunca son limpias ni pueden ser representadas como flamantes bloques de mantequilla esperando el juicio simétrico del ojo y después la caída del cuchillo atravesando su vertical densa. Siempre hay grumos hechos de dudas y también pasos en falso que, dependiendo del día, irán hacia delante o hacia los lados rompiendo la promesa, el punto señalado en la diana sobre el que sustentamos nuestra fortaleza. La vanidad de los objetivos nos hace tener una visión elevada pero irreal. Mañana dejaré de fumar. El mes que viene se acabó. Esta es la última vez. Volveré a Roma. Palabras que nacieron únicamente para ser dichas a uno mismo y que sirven de entrenamiento o de teatralización de nuestra conducta. Mañana no dejaré de fumar y sé que el mes que viene seguiré abriéndote la puerta y no será la última vez que haga lo que hago o que te deje hacerlo. También sé que si me lo pides seré incapaz de dejarte y volver a esa ciudad que ahora se me antoja áspera porque no imagino ese viaje sola ni mi casa tan vacía allí. Las decisiones llevan implícita una antecámara y varias habitaciones contiguas en las que vivir el dulce e inevitable mientras tanto. La suma de todos ellos forma nuestro tiempo y él marca nuestra vida. Nunca me he fiado de los que cuentan que hicieron esto y lo otro y que sus decisiones fueron fruto de un ímpetu exacto. Las mías han sido extendidas y solapadas por otras que se superpusieron para ofrecer nuevos contrastes y dilaciones que me mantuvieron en una sala de espera sin sillas ni musica ambiental. Por eso tiendo a pensar que los cúmulos de decisiones no tomadas constituyen victorias, no instantáneamente ni con la urgencia del ahora sino cuando pasan los años y descubres que no estabas todavía en condiciones de elegir nada. El entreacto de la decisión es la materia más real que podemos experimentar. Debemos oírnos decir no puedo, no soy tan fuerte ni mi valor es tan grande. Debemos temblar para acostumbrarnos a no tener miedo.