9/4/13

Hay un tipo de alegría de la que pocas veces se habla. Quizá porque resulta inexplicable y no obedece a hechos concretos ni es consecuencia de buenas noticias que de pronto llegan, como los que acaban de ganar la lotería y salen por televisión en una acera descorchando una botella de cava junto a otros que también se abrazan y ante el decorado en el que transcurrían sus vidas justo antes y que ahora parece desvaído y absurdo. Me refiero a la alegría injustificada que de pronto nos asalta. Al principio, cuando sucede, tendemos a racionalizar. ¿Por qué estoy contento? Hacemos repaso y no descubrimos ningún motivo: estamos en casa, quizá sentados en el mismo sillón que ha sido testigo de tantas irregularidades de nuestro ánimo. Es domingo por la noche y vemos un programa de cocina en el que una mujer asiática recorre unas calles de Londres con un wok en la mano y entra en una casa, besa a alguien y se pone a cocinar. Quizá ese espíritu de hospitalidad inesperada (no necesitamos caer en que se trata de una ficción televisiva) es el que nos anima a pensar que lo que estamos viendo es un mensaje especial que alguien nos quiere transmitir, una señal luminosa para que hagamos lo mismo con nuestra vida: que llamemos a una puerta al azar y entremos a cocinar para alguien que seguramente se encargará de hacer que lo que sabemos del mundo quede antiguo o ridículo y debamos cambiar de mirada y hasta lo que considerábamos firme nos parezca movedizo y nos empuje a construir en otra parte y con más luz. Todos estos pensamientos llegan mientras vemos a la mujer cortando cebolla y después un pimiento rojo en tiras muy finas que luego mezclará con sus propias manos de dedos tan finos que parecen personajes de una obra de teatro que nunca hemos visto, quizá ratones blancos o animales alegóricos que nos hipnotizan con sus movimientos y hacen que los sigamos de puntillas hasta donde nos quieran llevar. La alegría que nos produce puede durar varios minutos o incluso horas, mucho después de que hayamos cambiado de canal o estemos ya en la cama asimilando en silencio la estrategia que utiliza la belleza para recordarnos que estamos vivos.