16/4/13

Hay un balcón y un niño que se asoma entre dos barrotes. En primavera las golondrinas organizan un velódromo invisible sobre el convento. No le gusta el ruido que hacen pero sí las líneas que marcan con su vuelo, como si peraltasen las curvas del aire para no salirse de su campo visual e interrumpir así la fiesta y dejar de pertenecer a la realidad de quien las observa. Hay un balcón y unos ojos que aprenden que el mundo es exactamente lo que ven ahora: no hay más, lo otro es una representación obligada, una noria de ropa limpia y ropa sucia, voces que salen de un televisor, el sonido de la cuchara que llega al fondo del plato, la mano que arranca al martes y deja al miércoles temblando al borde del precipicio. El niño sabe que estará solo. Esa sensación permanece en sus bolsillos y en el embozo de la cama, en el tacto de las tapias que sus dedos recorren y en el eco de sus pasos cuando persigan gloriosas tierras desconocidas haciendo eses y trazando círculos que le llevarán al mismo sitio pero regalándole una piel nueva.