21/4/13

Ayer, caminando por los lineales de un Carrefour, recordé la época en que hacía anuncios para esa marca y tenía que pasar muchas noches rodando en alguna de sus tiendas vacías. Me entretenía mirando los productos colocados en hileras o en pirámides perfectas a la espera de las manos que los cogerían por la mañana. Quizá fuera mi imaginación pero sentía que todas aquellas cosas, durante la noche, dejaban de ser productos y se convertían en objetos absurdos que me miraban. Era un cementerio con cámaras frigoríficas. Nunca les comenté a los responsables de marketing que, a esas horas, los colores de los envases de todos los productos perdían intensidad hasta confundirse unos con otros. Este fenómeno hacía que el café soluble pasase por suavizante y que las galletas rellenas pareciesen sal. Puede que entonces (y no durante el día) las mercancías rebelasen su verdadera naturaleza común e indeterminada. También nosotros durante el sueño hacemos como ellos: nos convertimos en un mismo género de organismos que respiran despacio con los ojos cerrados. Si alguien nos apilase en un mostrador mientras dormimos, ¿qué diferencia habría? Creo que lo peor de pasar la noche en un hipermercado vacío es la falta de referencias que te indiquen que ha amanecido. La única forma de saberlo consiste en acercarse mucho a una botella de refresco y comprobar que el rojo de su etiqueta vuelve a estar vivo.