18/3/13

Tendemos a pensar que la felicidad es un derecho civil. El texto de la primera Constitución Americana nos ha hecho mucho daño. Allí se hablaba de que el Gobierno tiene que sentar las bases para que los ciudadanos puedan ejercer la búsqueda de su felicidad. Una cosa es que tengamos derecho a encontrarla y otra que el Estado tenga la obligación de hacernos felices. Esta sobrevaloración ha creado un hueco de mercado para todo tipo de vendedores y oportunistas. Lo decía ayer cuando escribí esa reflexión sobre el pragmatismo. Hoy debemos soportar a una legión de especialistas en felicidad que nos la ofrecen en todas sus delirantes variedades Las marcas de refrescos tienen sus propios ideólogos que desde sus observatorios nos dicen lo que tenemos que hacer para encontrarla en cada cosa que hagamos. ¿Realmente es tan necesario ser feliz las veinticuatro horas del día? Resulta infantil pensar que debe ser así y también creo que es un ejercicio absurdo y tiránico. Todos los ideales son fruto de nuestro incurable romanticismo y su misión consiste únicamente en recordarnos que debemos tender hacia ellos. Son puntos de referencia, no una meta asfixiante sin la cual caer en la depresión o pensar que somos unos fracasados. Hemos llegado a un punto en el que si no eres feliz pareces gilipollas, un lunático, un outsider que muy pronto acabará hurgando en los cubos de basura. Ninguna marca comercial se atreve a decirnos que también podemos ser infelices, que la infelicidad es una parte consustancial a la vida, dolorosa y placentera, necesaria e ineludible y que también puede ser un derecho civil como los otros. Si mi infelicidad me hace crecer, aprender y descubrir quién soy, ¿por qué no puedo destaparla como hacen los fabricantes de refrescos con la otra?