8/3/13

Por las mañanas, a la misma hora que me despierto, se despierta un desconocido que asegura llamarse como yo. Da los buenos días a mis hijas en francés y se muestra benévolo con sus caprichos. Me revienta que bailen en corro tan temprano. Me hace sentir mal padre y se lo digo con esas mismas palabras mientras tomamos café en la cocina espalda contra espalda. Silbo una canción y él la transporta dos octavas. Parece un castrati feliz de acomplejarme. Corrige los acentos de hasta las palabras que nunca digo. Siempre va detrás con un rotulador rojo en la mano atento a mis imperfecciones. Lo pasa bien trastornándome. Cuando me afeito me estira el mentón con el pulgar para que no me corte. Me peina con raya y después me rocía con una colonia que empalaga. En las subastas donde suelo comprar las mejores cosas de mi vida siempre me baja la mano para que no gaste. Nos hemos quedado sin el cuadro de la gallina, le grito, eres imbécil. Cuando quedo con un amigo él se coloca detrás y suelta polvo de estrellas sobre su pelo para que le mitifique y le admire más. Sentado en un taburete y con unos cascos puestos va cortando los trozos que me aburren de su conversación, incluso a las críticas más veladas está atento y justo cuando salen de sus labios ya no tienen voz. Si ese día llueve, recupera hombres del tiempo que ya están muertos para que con su aliento del más allá convoquen anticiclones. Disfrazado de mujer tirolesa se empeña en promocionar lo que escribo: corta mis libros en trocitos, les pone palillos y los ofrece sonriendo a los extraños en los hipermercados. Al final del día siempre acabo enfadado y me lo llevo a casa a rastras como a un niño. En la ventanilla del tren dibuja con el dedo escenas bondadosas del pasado: cuando tal y cuando cuál. Me aburres, le digo. Cuando me acuesto se duerme a mis pies, pegajosamente feliz como un caniche que soñara que a su ama le han crecido alas.