29/3/13

No hay mucho misterio: el número de idiotas que conoces es proporcional a los años que llevas en el mundo. He conocido idiotas gordos, idiotas repeinados, idiotas calvos, idiotas tatuados, idiotas amantes de las energías siderales, idiotas calculadores, idiotas capaces de disertar durante horas sobre marcas de ginebra, idiotas gritones que te palmean fuerte la espalda y te lanzan puñetazos cariñosos y otros placajes absurdos que debes entender como un signo de cariño. Lo que no he conocido nunca es a un idiota humilde ni a uno que hablara poco. La condición sine qua non para que alguien sea idiota es que hable mucho y que lo haga en su mayor parte de sí mismo. Ellos entienden el solipsismo como un canal veinticuatro horas que emite programas en bucle. También sé que la culpa la tengo yo. Mi carácter retraído suele atraerles. Creen que soy una persona capaz de escuchar cualquier cosa sin pestañear ni emitir juicios. El sueño de un idiota es sentarse frente a ti y usarte como oyente imaginario. Muchas veces podría haberme levantado de donde estaba y colocar un maniquí que de vez en cuando asintiera toscamente con la cabeza: el idiota no hubiese notado el cambio. Pero lo peor de pasar tiempo con ellos es el cansancio, la sensación de vacío que te dejan, lo ridículas que resultan sus trampas y hasta los elogios bochornosos que te dedican para que sigas engrosando su corte unipersonal. Un idiota sería capaz de desmontar una bombilla para quitarle el polvo por dentro y luego contártelo y después volvértelo a contar otro día mientras pones el piloto automático de tu educación y después, sin que se dé cuenta, te vas y cruzas corriendo la ciudad hasta que encuentras un bosque por el que pasa un río y te tumbas boca arriba en medio de su escaso cauce para contemplar el rotundo, sencillo y delicado triunfo de la naturaleza sobre el hombre.