26/3/13

Mi imagen del tiempo perdido es un lugar mucho más humilde que Guermantes: una estación de tren abandonada. El pueblo se llamaba Peñafiel. Tenía un castillo en ruinas y muchas bodegas pequeñas que solía visitar a comienzos de los setenta cuando los fines de semana transcurrían dentro de pequeños utilitarios que olían a cuero sintético y a una alegría simple que desaparecería para siempre con ellos. Después de comer le pedía a mi padre que fuésemos a la estación. El edificio parecía sacado de una película del oeste. Solo faltaba un letrero que pusiese Gun Hill y que se columpiase tan despacio como el trigo mecido por ese viento de agosto que lo quemaba todo. Me gustaba pasear entre las vías. Las traviesas estaban a la distancia justa de la zancada de un niño de siete años. Me gustaba que casi no se vieran los railes ocultos por la maleza: hacía que el camino fuese intuitivo, casi una exploración más que una trayectoria obligada. Muchas veces vuelvo a esa estación sin querer. Los momentos en que no sé hacia dónde ir me siento en uno de los bancos de madera y me concentro en ir despojando lo que escucho hasta obtener una materia pura muy parecida al silencio. Cuando pasa no soy yo. Soy un hombre rubio con un pequeño hoyo en el mentón y una cicatriz que le atraviesa la mejilla izquierda. Me llamo Matt Morgan y soy el sheriff de un pueblo fantasma. Un hombre esperando un tren que nunca volverá a pasar.