9/3/13

Dicen que cuando se cierra una puerta se abre otra. La frase proviene del pensamiento colectivo intangible, un extraño saco en el que se acumula la experiencia de cada uno y en el que con el tiempo se borran los nombres y todo se convierte en un bálsamo universal que cura cualquier cosa. Lo malo es que la apertura de la siguiente puerta no se produce de forma automática. Entre una y otra hay una antecámara siniestra, un micro país de ninguna parte en el que zumban los oídos y te sientes solo. Visto desde arriba tiene aspecto de ratonera laberíntica. Tu destino se encuentra en el otro lado, levitando en el aire e iluminado por una luz que no es de este mundo. El verdadero aprendizaje se produce ahí, en ese lapso que después no se cuenta. Se me cerró una puerta y me abrieron otra, decimos un día mucho después. Lo narramos con la misma simpleza con la que Magallanes diría: viré a estribor y acorté por el Estrecho; había mucho hielo y pensé que ganaríamos tiempo, eso es todo. Nadie acepta la tortura de los pormenores. Para eso está la literatura. Escríbelo y si acaso lo leeré, pensamos. En la vida real no estamos dispuestos a escuchar esa historia. No habría tiempo. Nadie escucha a nadie más allá de la información que cabe en un intercambio apresurado. ¿Cómo referiría Aquiles sus hazañas en twitter? ¿Cuántos caracteres necesitaría para describir a sus seguidores el brillo de las espadas, los gritos, el horror, la sangre y ese monstruo que vomita momentos de gloria para los mortales de forma caprichosa? Cuando acaba la batalla simplemente empujamos la puerta y esta se abre. El que atraviesa el umbral es otro. Quizá uno nuevo. Uno que dejó atrás su miedo para convertirse en héroe a la fuerza. Siempre ha funcionado así. También ahora, aunque no viajemos en naves del siglo dieciséis ni luchemos con espadas cortas de bronce ante las murallas de Troya.