5/3/13

Creo que las mujeres viven más vidas dentro de una misma vida que los hombres. Por eso necesitan más cosas que sirvan para lo mismo: más zapatos, más estuches para las toallitas desmaquillantes, más bolsos, más paraguas, más fundas de móvil, más velas, más tazas, más cajas, más colores de uñas, más abrigos, más sorpresas. Los hombres sólo conseguimos a duras penas vivir una vida y esta transcurre lenta como un partido en diferido del que ya conoces el resultado. Nos sentamos y las vemos pasar de una vida a otra. De ahí quizá la fascinación, el famoso eterno femenino que nos desconcierta y a la vez nos asoma a un mundo distinto y misterioso que nunca acabamos de comprender. Una niña es una mujer en miniatura que ya entrena para sus distintas vidas. Lo hace con la primera ficción que es el juego. En la mano sostiene una muñeca que no es ella, es otra que se casa con un perro de peluche mientras ordena su casa. Al rato vive sola en un palacio de plástico que tiene un ascensor. Hay una moto esperándola y también otro vestido y unas botas que brillan en la oscuridad. Los niños no alcanzan ese desdoblamiento. Son los mismos con una nave espacial en la mano que cuando juegan al fútbol. No tienen la capacidad transfiguradora de la ficción: son más simples. Habría que recurrir a la antropología o a la genética para comprender este fenómeno. El hombre estaba programado para luchar, para una realidad a la que nada ayuda el aporte emocional de la fantasía. Por eso se agarró a la épica, porque tenía miedo. La mujer, sin embargo, debía inventar la vida a diario en soledad, fingir que era fuerte y dulce a la vez, soñadora y previsora, ingenua y precavida. Con los siglos hemos ido perdiendo gran parte del pelo que cubría nuestros cuerpos pero la información genética ha permanecido: las mujeres siguen duplicando sus existencias cada día mientras nosotros permanecemos sentados esperando a que acabe el partido.