15/3/13

Alguien dijo que conviene conservar algún amigo que te haya conocido cuando eras joven. Yo lo tengo. El tiempo ha ido haciendo con nosotros lo que quería: con mejor o peor resistencia, con distancia en algún tramo y ciertas intermitencias ocasionales que nunca acabaron en indiferencia. Todo acaba siendo un milagro, ahora lo sé también. Le he conocido varias motos (una de ellas ridícula, como las que llevaban los afiladores antes), muchas novias de un día y algunas de años, peleas, días en que hablaba poco, viajes fallidos, noches filmadas a cámara lenta que sigo viendo si cierro los ojos. Luego me casé. Luego se casó. Vinieron niñas y niños que jugaban en un parque mientras las cosas pasadas empezaban a sujetarse de nuestros párpados para no caer al vacío. Hasta aquí parece una canción. Valdría Waiting on a friend (ponla mientras lees esto si puedes), una balada de medio tiempo en la que la gratitud vence a los errores. Ahora viene la peor parte: mi amigo se separa, me lo cuenta un día a medias y con demasiado alcohol, en el taxi de vuelta a casa desmonto la historia: no me contó lo que me contó, fueron otras las palabras, quiso decir otra cosa y ahora soy incapaz de recordarla. Pasa el tiempo y es verdad. Habla con abogados. Busca un piso. Le imagino abriendo una ventana en una casa extraña. Intenta recomponer un estado mental en el que vuelva a caber su nueva vida. Y luego estoy yo y mi botiquín de urgencias cuyas únicas medicinas acaban siendo unas palabras. ¿Cómo se hace? ¿Cómo se honra algo que viene tan de lejos y que muchas veces te deja parado, callado, absorto como un niño que mira un precipicio y no puede calcular el daño que le esperaría abajo? Si llega a leer esto al menos sabrá que sigo estando aquí, dispuesto a que esta vez el tiempo no se salga con la suya.