26/3/13

A los doce años alguien de mi familia me regaló El quinto jinete. Lo primero que me sorprendió es que estuviera escrito por dos personas. Como todavía no había leído mucho (venía de solitarias tardes de verano con la señorita Blyton y Sir Walter Scott) tampoco se me pasó por la cabeza rehusarlo ni lanzárselo a la cara al que me lo había puesto en la mano. Nunca pasé de la página treinta. Comencé a leerlo y tuve la sensación de estar leyendo una película: descripciones higiénicas de taxis que llegan a aeropuertos de ciudades exóticas, bombas colocadas en maletas, terroristas muy pulcros que combinaban su calculado instinto asesino con una esmerada educación de colegio inglés. Estaba todo eso, pero no había nada más. Supuse que el hecho de estar escrito por dos personas era la coartada perfecta para que no tuviese alma, para que ninguno de los dos hubiese puesto allí nada de sí mismo, ninguna luz para entender ningún misterioso secreto de la vida. Después hice lo único que se puede hacer con un libro que no te gusta: dejar de leerlo. Hoy creo que me sirvió de mucho. Gracias a él supe lo que no me gustaba, lo que nunca debía hacer ni ser ni mucho menos escribir. Lo más aproximado que recuerdo después fue alguien que conocí mientras hacía el servicio militar en un cuartel a orillas del Ebro. Aquel tipo tenía las manos muy grandes y hablaba poco. Por las tardes siempre iba con un cuaderno de espiral cruzando el patio de armas y se metía en la taberna. Un día le pregunté si escribía y me contestó que hacía letras de sevillanas. Lo malo fue tener que escuchar un par de ellas, así como los pormenores de su creación y significado ocultos. Jamás volveré a preguntar nada a nadie que vaya con un cuaderno cuadriculado bajo el brazo. La distancia que había entre esos versos y la poesía era la misma que entre El quinto jinete y la literatura. Pero agradezco haber pasado por ahí. Ahora, cuando entro en una gran superficie y veo todos esos libros de tapa dura apilados sé que son productos de consumo masivo, tan necesarios o prescindibles como decida la mano que los coge en vilo para echarlos al carro.