12/2/13

Tenía una cara antigua, de actriz de los cincuenta. Una Vivien Leigh con el pelo quizá más claro pero con las mismas ondas cayendo por la frente hacia los lados. Viajaba en un asiento lateral del vagón y con la vista perdida sobre las copas de los pinos bajos que anteceden a la ciudad cuando entras por el oeste. Sesenta años atrás conducía un De Soto blanco por una carretera frente al Pacífico. Llevaba gafas de sol y sujetaba un cigarrillo entre el índice y el anular de su mano derecha, dejando la base mullida de la palma para gobernar con desidia el volante. Había salido a respirar. Quiero que me dé un poco el aire, le dijo al asistente de dirección, vuelvo en una hora. El sol de California le atusó el pelo y también impidió que las lágrimas resbalasen por sus mejillas. El océano hizo el resto, y lo hizo bien. La mujer del tren había tenido peor suerte: estaba en Madrid, era invierno y regresaba a casa sin que ningún elemento natural la consolase. Ambas compartían un mismo secreto, o eso fue lo que pensé observándola de reojo desde mi asiento y asistiendo al espectáculo de la luz cruda de febrero resbalando por su pelo, un poco más claro que el que tenía hace sesenta años.