21/2/13

Los sueños tienen su propia rueda de la fortuna que accionan a capricho cuando cerramos los ojos. Anoche la flecha se paró en un verano de hace más de treinta años. Iba en el coche de mi padre camino de la playa. Con la ventanilla abierta entraba el perfume dulzón del gasóleo mezclado con la peste de los abonos, el estiércol y el toque ácido de los girasoles que se extendían por los pueblos que dejábamos atrás. Un vehículo utilitario puede ser una nave para viajar a otros mundos o incluso para hacerlo en el tiempo sin que podamos hacer nada. Cuando sucede somos monos con traje de astronauta que se limitan a estar allí, moviendo la mandíbula por la impaciencia de no saber a dónde vamos, entretenidos ingenuamente con el paisaje forzoso que va pasando por los lados. En mi cápsula del tiempo atravesé de nuevo una meseta delineada en rectángulos verdes que a gran distancia semejarían la textura de la pana. Después dejaban paso a otras formas geométricas de tonalidades pardas, amarillentas, hasta diría que azuladas y pertenecientes a una clase de cultivo inorgánico que alguien dejó car ahí. Abrí los ojos y vi la nuca de mi padre, su vista al frente; también la de mi madre, la caída de su vestido por los hombros, y todo junto impulsando la aguja de ese metrónomo invisible que marcaba el ritmo de mi tranquilidad. La lectura que nos ofrece el tiempo siempre es ladina. Sus intereses se anteponen a los nuestros como el que presta un abrigo a alguien no para evitarle el frío sino para vérselo puesto y poder decir: es mío.