22/2/13

El terreno sobre el que está edificada mi casa pertenecía hace años a Renfe. Eran las cocheras del Talgo, un tren que ya empieza a ser nostalgia y cuyos vagones se pueden ver varados en muchas vías muertas con esas ventanillas redondas y futuristas que ahora ya no miran a ningún sitio. Un tío de mi padre fue el jefe de esos talleres durante una época. Le imagino caminando despacio sobre la maleza de las traviesas, incluso puedo verle en un día de febrero como hoy mirando hacia las nubes e intuyendo la llegada de una primavera que se confundía con los ruidos de un martillo que retumbaba en la tensa ladera del monte. Los ferroviarios de entonces eran hombres duros, nada que ver con los oficinistas de Mapfre que veo salir del edificio que también ocupa una parte de las antiguas cocheras. Los que vivimos ahora aquí llevamos una vida virtual y descafeinada, entregados a una realidad que, por mucho que queramos, no acaba de existir del todo. A veces agradecería saber manejar un soldador, una sierra circular, levantar un eje de hierro y sentir que los riñones me arden del esfuerzo. Quizá esas pruebas me hicieran conocer mi lugar en el mundo mucho mejor que las ocupaciones vagamente intelectuales y ridículas que he desempeñado hasta ahora. Muchas noches imagino que mi cama está colocada sobre una vía de tren y que llega un Talgo reluciente y plateado en el que viajan unas monjas de toca francesa que me saludan a cámara lenta al pasar. Después cierro los ojos y me duermo.