5/2/13

Dos días después de la boda estábamos en Zurich intentando despegar en una pista nevada. Ni tú ni yo sospechábamos entonces que ese momento tendría un significado oculto, como la última muñeca rusa que tus dedos descubren cuando crees que no habrá otra dentro. Empezaba nuestra vida juntos. El avión de Singapore Airlines estaba a pie de pista, un atleta de hierro que mira el horizonte blanco pensando que lo va a conseguir, que su musculatura será suficiente para desmentir la física y tocar el cielo. Tú mirabas por la ventanilla al tiempo que enlazabas tu mano con la mía. Nos pusimos en marcha. La furia de los motores se esparció por la cabina. Era una presencia ronca, algo que parecía venir de otro mundo y que le decía a nuestra sangre que se pusiese en pie y apretase los dientes. Muchas veces es la fe la que consigue todo: levantarse, resistir, avanzar, permanecer en el punto deseado, abrir los ojos e inventar una luz a la que agarrarse aunque sea falsa. Aquel aparato le estaba dando un consejo a dos recién casados. Cuando el avión atravesó la superficie de nubes cambió el mundo. La nieve pasó a ser un recuerdo borroso dentro de un sueño. Siempre hemos estado aquí arriba donde el azul es tan puro que dan ganas de gritar, decíamos por dentro. Lo que vino después está en algunas fotos y da rabia que su claridad me ate las manos ahora para que no escriba nada. Aún así ninguna de ellas te hizo reír tanto como aquella sopa tan picante a nuestra llegada y el sudor en el que me bañó y mi torpe conversación en inglés con el camarero intentando que me la cambiara por otra cosa. El tiempo da una palmada de pronto y aparece un cartel que pone: catorce años después. El camarero se retira con un plato incorpóreo en sus manos mientras un DC-10 vuela hacia atrás cruzando de noche un océano que quizá no existió nunca.