27/11/12

Todos los finales de noviembre constituyen un enigma. Cerca de casa la niebla se instala, a esa hora imprecisa del nacimiento de la claridad, sobre las elevaciones verdes que aún quedan sin urbanizar. Supongo que es una rebeldía estática o parte de un plan natural que desconozco y que simplemente se muestra para informarme de que todo es cíclico y de que poco puedo hacer salvo sorprenderme un año más. Estas mañanas de antes de diciembre parecen paracaidistas viejos. Se lanzan a un cielo indefinido, gaseoso e irreal para caer en otro tiempo. Pero, ¿en cuál? Mientras miro la alambrada que flanquea lo que llamamos el solar del gitano (aunque nunca hemos visto a nadie allí entre la maleza y sólo algún coche desguazado en el que anidan unos pájaros negros de cola muy larga) siento la emoción de saber que nada de lo que abarca mi vista me pertenece y que ningún documento público daría fe de tal posesión. Puede que el valor de escribir resida en la transgresión de las convenciones: la física, el derecho, los calendarios, la paciencia. Ninguna de ellas alcanza hasta donde llegan las palabras cuando se ponen de acuerdo y en fila camino de su imposible.