28/11/12

Para que un viaje lo sea debe prevalecer, aunque sólo sea por un instante, la posibilidad de no regresar al punto de partida. Esto lo pienso hoy, ahora y aquí, muy lejos de emprender ninguno pero con la intención puesta en volver al que hice a Guatemala con mi mujer. Atravesábamos una ciudad al amanecer. El cielo estaba minuciosamente tapado por un plástico ausente de color. Bajo él se cruzaban los coches de gasoil y las motocicletas, dejando en el aire un tufo húmedo a garaje antiguo que descendía a los pulmones y hasta mucho más abajo, a sótanos desconocidos que sólo se abren cuando pones los pies en una ciudad nueva. Íbamos en una furgoneta. El conductor era un hombre de sesenta años, gordo y hablador, tanto que parecía atemorizado cuando de repente se colaba el silencio en el habitáculo y nos hacía girar la cabeza para ver los puestos de comida, el tumulto de los pasos de peatones improvisados, la lluvia que ya era sucia antes de tocar el suelo, los perros, tan idénticos en cualquier continente. Pasados los años llegué a soñar alguna vez que atropellábamos a un ciclista. Sentía el bache provocado por su cuerpo cuando las ruedas lo pasaban por encima y también un ruido de concha de crustáceo rompiéndose y después ya nada, sólo la furia monótona de la lluvia sobre la carretera. Ni mi mujer ni el conductor dijeron palabra. Yo quería avisarles de que habíamos atropellado a una persona pero no conseguía abrir la boca. Cuando giraba la cabeza y miraba por la ventanilla trasera sólo veía el camino que habíamos dejado atrás: ningún cuerpo tirado, ningún corro de gente con las manos tapándose la cara ni haciendo gestos de desgracia. Después me despertaba y seguía trazando mentalmente el itinerario: llegamos a otro pueblo, comimos pollo frito en un sitio en que los camareros iban con gorros de paja y pañuelos rojos bordados, hacía calor, por la tarde vimos un volcán dormido. Puede que el instante fuese aquél, bordeando lentamente al gigante, mi posibilidad perdida de que el viaje no acabara nunca.