29/11/12

Los trenes de cercanías funcionan como los espejos. A simple vista podrías afirmar que son dedos de hierro ideados para el transporte, estructuras que se deslizan por los extramuros de la ciudad llevando y trayendo cuerpos que renunciaron al sentido épico del destino a cambio de una ilusión óptica que tranquiliza: la rutina. Sin embargo, contemplados desde su interior, ya sea de pie o sentado frente a una ventanilla, descubres que su existencia se debe a un ideal antiguo de aventura, a un extraño pacto que el hombre hizo una vez con el progreso y que a diario olvida. Podría pensarse que el tren no se mueve y son los descampados, los ríos secos, las congregaciones silenciosas de árboles derrotados por el tiempo y las vaguadas que coleccionan basura las que se desplazan para darnos la oportunidad de que, con su movimiento, lleguemos a ver más allá de la simple apariencia de las cosas y se produzca el milagro de que la mirada regrese de nuevo desde el horizonte y nos cruce por dentro como un bumerán de luz para decirnos lo que somos.