29/11/12

Anoche jugué con mis hijas al Monopoly. El juego viene en un estuche acolchado y forrado de una tela rosa. Más parece un joyero que una caja y supongo que en la presentación reside ya la llamada femenina al juego. Alba hizo de banca. Alisaba los billetes con lentitud y después los colocaba por orden junto con las tarjetas que te acreditan como dueño de lo que vas comprando. Mireia miraba su dinero hipotético, dándole igual importancia a los billetes de un euro como a los de quinientos. Jugando con ellas pude ver cómo serían de mayores. Una, precavida y ahorradora. La otra, atolondrada y malgastadora. No puedo mentir: me identifico con la pequeña. Comparto con ella su desconocimiento ante el valor real del dinero, su confusión entre unos números y otros; y lo que es más importante: su desapego. Nunca he sentido ese calor reconfortante del que hablan cuando tienes en las manos un fajo de billetes nuevos. Nunca en ningún cajero automático me he sentido alegre o dueño de nada. Eran papeles de colores, como los del juego, con los que te daban cosas en las tiendas y te las envolvían en pegajosa amabilidad comercial. Ahora que tengo menos dinero siento lo mismo, una absoluta ausencia de emoción mezclada quizá con la rabia de tener que preocuparme, de no poder usarlo como si fuesen piedras o agua que va pasando de un sitio a otro como en un baile medieval en el que únicamente se persigue la celebración de un momento para alegría de todos.