15/9/12

Llegaron a Karachi al atardecer. El vuelo había sido largo y en un avión que no ofrecía muchas garantías. Las butacas estabas raídas y se respiraba un aroma a sopa muy especiada incluso cuando estabas en el aseo. Pero llegaron. Al poco rato se encontraron en un autocar con el aire acondicionado muy fuerte. Sonaba una canción anticuada pero alegre que les empujó a sentir que estaban en un país desconocido y que eran todo lo jóvenes que les permitía considerarse el tiempo real, ese tortuoso filamento interno que hace que nunca seamos capaces de sabernos propietarios legales del presente. Al llegar a la habitación del hotel la mujer tuvo ganas de llorar. Se sentó a los pies de la cama y fue contemplando el depauperado aspecto de aquel lugar: la pintura de la pared formaba un mapamundi propio en el que las humedades y las telarañas dibujaban continentes imposibles de interpretar, la bombilla del techo se balanceaba por la corriente de la ventana abierta, el aparato de aire daba la impresión de ser una de esas máquinas futuristas que había en los circos de principios del siglo veinte. Y luego estaba el baño. El hombre encendió la luz un instante y la apagó. El tiempo justo para evitar por todos los medios que su mujer entrara.
Pasaron las horas y llegó el sueño, aunque sólo para uno de los dos. Ella se tumbó vestida y abrazada a sí misma, como si al hacerlo entendiera que no bastaba con el abrazo del hombre y necesitase dos para defenderse de las amenazas nocturnas de la habitación. Él se durmió enseguida. Le bastaron las letanías en sordina que provenían del otro lado de la carretera, quizá de una mezquita o de alguna fiesta en la que los asistentes estarían celebrando una boda y bailasen alrededor de una hoguera agradeciendo a su dios el simple hecho de estar allí.
Cuando él se despertó vio que ella estaba sentada encima de la maleta y con el bolso colgado del hombro. Le pareció que estaba en una parada de autobús imaginaria y lo peor, que estaba sola. ¿Pudiste dormir algo?, le preguntó. No, contestó ella sin mirarle.
Salieron a desayunar. El día era pegajoso. Era como si alguien le hubiese gastado una broma al cielo, quizá echarle tiza molida o esparcir azúcar por el horizonte para que el sol se encargara del resto. A lo lejos se distinguía el retrato horizontal de la ciudad, sus edificios, incluso rascacielos que de pronto formaban una escalera quebrada por otras figuras difíciles de vislumbrar. En el comedor olía a pollo recalentado y a curry. Buscaron sin mucho éxito una simple rebanada de pan y algo de café. Al final todo se redujo a un plato de arroz blanco y una imitación local de coca cola que por lo menos les sacó de los recuerdos de la noche como se saca a los niños de un lugar que les da miedo.
Sólo cuando la ciudad ofreció un ángulo de treinta grados de inclinación respecto a sus asientos ella volvió a sonreír e incluso cogió la mano derecha de él entre las suyas y después le besó sin decir nada. Pronto estarían en Sri Lanka y todo aquello sería algo con lo que un día insospechado se sueña pero desaparece al despertar. Eso mismo le sucedió al hombre años después. En varias ocasiones se despertó escuchando la letanía de la fiesta. A diferencia de la otra vez ésta se levantaba e iba a su encuentro. Un viejo sin dientes le indicaba una furgoneta verde aparcada a la puerta de la habitación. Dentro había una mujer que tocaba una flauta que brillaba como una estrella caída en medio de la noche.

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