13/9/12

Hace unos días me encontré con algo que escribí hace dos años. Se trataba de otra vuelta de tuerca a la primera novela que escribí y que espero por mi bien que nunca se publique. En el documento de word ponía "El desfile oscuro". No es nada. Simple curiosidad para los que así lo sientan y burda melancolía (e incluso risa) para mí. Aquí está.

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Convencido de que la escritura lo cura todo, Hijo decidió arrancarse la piel ante el espejo y ponerse encima esa otra de narrador de remotas crónicas de cuando la tristeza era niña y jugaba con un palo, de los días gloriosos en que la magia se transfería de padres a hijos como emulsión sanguínea más que como excusa para filólogos fumadores de pipa que creen distinguir la crisálida de la belleza escondida en cualquier cosa impresa. La decisión, eso sí, no fue limpia, ¿cuándo lo es?, esas cosas nunca son representadas como flamantes paralelepípedos de mantequilla esperando el juicio simétrico del ojo y después la caída del cuchillo que atraviesa la vertical densa. Hubo grumos hechos a base de dudas y disipaciones recurrentes que al final formaron un remolino que se llevó por delante muchos objetos de valor tales como autoestima, horas perdidas y esa sensación de ser dueño absoluto de la posición sobre el suelo, asunto que todo hombre debe procurar si no quiere hacer el ridículo y salir disparado del campo de juego a la mínima.
Pero por abreviar esta parte, y que el papeleo clásico para entrar no se dilate ni la espera anime a la decepción, diré que el lector se encuentra ante tres personajes. En adelante serán referidos por voluntad expresa como ABUELO, PADRE e HIJO. Yo no me llamo de ninguna forma. Solo soy el que contará por boca de Hijo y en su nombre. Ninguno hubiera querido que la narración que ahora comienza pasase a la Historia como “Los tres Fulanitos”, título que sin duda provocaría abundante risa nerviosa. Abuelo, Padre e Hijo no van a posar con pelucas afrancesadas para ningún tapiz ni mucho menos descender del cielo entre aplausos, subidos a un columpio de plata y sosteniendo sendos auriculares de teléfono (también plateados) como hiciera David Bowie en aquel famoso concierto de finales de los ochenta para deleite de la muchedumbre. La epopeya queda descartada. Aceptarían como mucho que sus perfiles decorasen una serie limitada de monedas de chocolate si es que eso fuera razón sine qua non para promover el interés por la obra o capricho de hipotéticos editores que vieran en tal gesto un guiño promocional para cautivar al público más joven. Pero nada más. Esto es una empresa familiar de tristezas como las hay de maquinaria pesada o de cremas para combatir la piel de naranja. Tristeza e Hijos, eso es. La tristeza como viento y ellos como velas, esta imagen bien podría convertirse en icono visual y servir para diseñar el logotipo si es que hubiese necesidad de ello: el marketing estruja tanto que nunca se sabe si la obra de uno va a acabar en el lineal de precongelados de un hipermercado porque el título sea “La mujer de la mirada de hielo” y así establecer en la mente del consumidor sinergias activas, ese tipo de conexiones automáticas que hacen querer algo inmediatamente. También sería de utilidad para papel de cartas con membrete o tarjetones que comunicaran eventos posteriores o quien sabe si hasta hojas holandesas para facturas emitibles a deudores abstractos. Lo malo es que el tiempo no paga a nadie ni entiende de formalidades administrativas más allá de sus mazazos a diestro y siniestro. La tristeza es una vocación, no una tendencia de mercado. A pesar de que muchas discográficas hayan hecho negocio con ella (las luminosas corrientes del posrock internacional o del pop alternativo que difunde historias mínimas y de delicada tristeza existencial) es algo a lo que se nace predestinado y de lo que resulta inútil renegar. Bandera intransferible y no esponsorizable, la tristeza. Imaginada como mujer estaría cerca de esa cincuentona con título oficial de logopeda de loros, hembra huesuda y estricta que tiene en su casa una mecedora negra que cada vez que se balancea provoca ganas de lloriquear y hacer aspavientos teatrales con los brazos como diciendo “qué ha sido de todo, qué fue de mi vida y sus trémulas flores que avisté años ha”. Ellos tres son las exóticas y apesadumbradas aves, repitiendo las palabras no con ánimo nemotécnico sino puede que para convencerse así de su propia existencia y dar sentido a la concatenación que va tejiendo la vida un día y otro porque sí. Tres aves que comparten la misma jaula en períodos diferentes. Tres que beben del mismo cacharro y afilan sus picos en la misma giba.
Tampoco es que sea un tratado ni un ensayo ni uno de esos elegantísimos columbario de papel con los que sueñan en secreto las damas de buena familia. Lo más próximo -según ellos- sería lo documental; no la saga, no el culebrón prosaico de los hechos que a nadie importan y solo entretienen a necios con sobrepeso. Estamos ante palabras que buscan la llave de la última morada. La tesis consiste en encontrar los hilos, desliarlos y que el tiempo siga fluyendo como hace siempre o que se pare donde se tenga que parar. Él verá.
En este empeño infantil hay un antes y un después, pero eso no conviene airearlo mucho para que nadie se llame a engaño y espere anunciaciones paganas al final de la última página con mucho efecto lumínico, humo de colores y la visión entreverada de un arcángel contemporáneo en ropa de sport que nos traiga buenas nuevas en un lenguaje de fácil comprensión. Si se consigue que los hilos recuperen sus caminos lógicos quizá haya valido la pena esta partida a tres generaciones. No creo que se me escape nada más. Bueno, lo de que viajarán por regiones pobremente iluminadas y comerán por el camino: los famosos fiambres de fallecido. Perseguirán (cómo no) la luz, esa que hacía temblar a ascetas y exploradores (su búsqueda no implica que exista, el fin de la escritura es la exaltación homérica, según Hijo.) Se encuentran a las puertas de una desconocida Jericó cuyos altos muros acabasen de ser remozados. A su entrada hay un aparcamiento para utilitarios de los años sesenta. Y puestos de chucherías. Y tragafuegos con problemas de laringe. Y está Abuelo con su uniforme de gala de cuando África. Y un fabricante de banderas rotas. Y Padre, cansado y cada vez más parecido a Abuelo y que no consigue girar el cuello y que le obedezcan los músculos para hacer la necesaria recapitulación vitae.













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