14/9/12

El mendigo del Kentucky Fried Chicken de Gran Vía sigue vivo. Hacía dos años que no le veía y confieso que alguna vez había pensado en él al pasar por ese tramo de la calle. Sigue estando igual de gordo y su mirada también permanece instalada en un punto indeterminado del infinito que, a estas alturas, supongo que será de su propiedad. Nunca hace ademán de pedir. Es de los que toman la estrategia pasiva en la que el propio abatimiento y la desconexión con el mundo se encargan de los asuntos económicos. A veces tiene un vaso de plástico con cerveza. Otras simplemente permanece sentado y con los brazos extrañamente suspendidos en el aire. Lleva el pelo largo y enmarañado que se confunde con su barba. La tripa es prominente y parece estar redondeada por algún aparato diseñado para alcanzar la perfección. Ayer, cuando le vi, pensé que es un poeta alemán que vino a España a recoger un premio en 1991 y decidió quedarse. Cuando se terminó el dinero del premio hizo algunas traducciones. También colaboró con una revista de viajes. Conoció a una mujer algo mayor que él que le mantuvo unos años. Esa época fue buena. Vivían en un piso antiguo de la calle Núñez de Balboa. A él le gustaba pasear por la casa vacía simplemente por el placer de escuchar el crujido de la tarima. Voy en un barco, pensaba, la vida es un viaje en barco con los ojos vendados. Después, cuando llegaba la mujer comían en silencio. Ella le regaló una máquina de escribir blanca. Lo que más le gustaba al poeta alemán era poner y quitar la tapa, lo hacía para escuchar el clik del cierre metálico. La mujer había dispuesto para él una mesa junto al mirador. Era un buen sitio para escribir: había una torre de hojas blancas esperando, la primera –la que bañaba el sol- siempre estaba caliente y muchas mañanas sólo se sentaba allí para extender la palma de la mano sobre ella. Haciéndolo se sentía a salvo. Era una demostración de que la vida no le había abandonado. No necesitaba escribir. Eso ya era un acto poético. Cuando la mujer de cansó de su hermetismo le pidió que se fuera de casa. Pasó algún tiempo viviendo en el almacén de un bar de copas del centro. Aquello era otra cosa. Sin luz, sin tarimas que crujieran dulcemente y sin lugar para las placenteras manifestaciones de ensimismamiento. Pero era mejor que dormir en la calle. Hace poco que el dueño del bar le dijo que se fuera. la excusa resultaba creíble: iba a hacer obras de ampliación y no se podía permitir tenerle allí. ¿Qué pasó después?
Ahora, de pronto, es cuando el vagón de la ficción se engancha con el de la realidad. También hace clik pero su sonido es más chirriante. La puerta de una franquicia de pollo frito no es el mejor lugar para pasar el resto de una vida, o al menos no sé si es el que yo elegiría, pero no se trata de mí, es la suya y no puedo presuponer nada ni tengo derecho a juzgarla. Sólo puedo contar. Le he inventado una vida, algo que hacemos todos constantemente con las personas que vemos a diario, aunque la mayoría, después, no sienta la necesidad de dejar escrito nada.

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