5/9/11

Parece que los lunes el sol recupere su estrado y su peluca de los juicios rápidos. Sales del Metro y está ahí, casi perpendicular aunque no lo esté y con esa insolencia que da la altura, dispuesto a demostrarte quién es quién: tú el de abajo, el que camina como una lombriz amaestrada; él, pusilánime niño rico que no está obligado a hacer nada. Lo peor de los lunes es esa sensación de precinto adhesivo que le tienes que sacar a las cosas. El mundo entero (me refiero a la realidad) toma la forma de tapa de inodoro de hotel de cuatro estrellas; a simple vista reconforta llegar y pensar que eres el primer cliente, que tus muslos se posarán en una superficie inmaculada. Esas confusas sensaciones me transmite este lunes estrenado a regañadientes. Es mitad verano, mitad invierno. Sobre las responsabilidades siempre nieva despacio. Los quehaceres se desplazan por el alma como personajes de una gran novela rusa. Llevan manguitos y uñas manchadas de tinta que se sedimenta por capas hasta negar la existencia de la piel.
La luz se deja caer en la superficie de mi mesa. Lo abarca casi todo. La sombra de los cables forma ríos imposibles que se entrecruzan como lo hacen los lugares en los sueños. Pienso sin quererlo en cosas que me fueron enseñadas hace muchos años: la trigonometría plana, las hojas perennes, las regiones, la ebullición, los cirros, los sufijos, la romanización. Cuando despertaba vi el agujero por el que me lanzo cada mañana. Tiene una rampa pronunciada y estalactitas de acero que debo sortear. Mientras bajo me recompongo y me preparo para lo que me deparará el día. Hoy, mientras bajaba, me venían a la cabeza esas cosas que aprendí. Aparecía la palabra Amberes, la palabra ciénaga, también crisálida. Querría ser alguna de esas cosas: una ciudad, un animal que muta, una corriente filosófica de hace demasiados siglos. ¿Por qué hemos de conformarnos con ser personas? Si fuera luz querría ser la de esta mañana al subir las escaleras del Metro. Ningún alumbramiento se repite. Ningún resplandor es hermano de otro que te iluminase antes. Solo por este prodigio merece la pena la burocracia diaria, el agujero, las aristas punzantes, el mutismo sordo de las horas que caminan por dentro, por las orillas de las venas y que van dejando un reguero de polvo que es el causante de la nostalgia.
Cuando todo se calma, cuando el tiempo se coloca en su casilla y la realidad asume sus funciones es cuando lo que siento deja de tener sentido. Es como si en ese momento ya no tuviese que retransmitir nada. Que todo lo que sucede a partir de entonces puede ser contado por otros que no le den tanta importancia a los mínimos asuntos que me interesan. Ahí es donde acaba el día y empieza la música machacona de una verbena que intento evitar. Me retiraría despacio. Volvería milimétricamente por mis huellas hasta encontrar el lugar exacto en el que empecé o salí o fui despedido por la casualidad a este juego insulso. Parece que los lunes tengan vocación de atleta, de sargento gordo, de bandera de plástico agitada al paso de un presidente que no es ni será nunca el tuyo. Los lunes comen cucarachas en platos de oro y después eructan en público y se ríen de los apesadumbrados que caminan en hilera hacia ninguna parte.

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