27/8/11

Hasta donde la memoria llega, ya sea alargando penosamente los dedos de las manos o haciendo ese ruido sordo de esfuerzo que le nace en las tripas, puede ver las mismas habitaciones en las que corrió y las otras en las que jugaban a los safaris con su madre y su hermana. Se tumbaban las sillas de comedor y se colocaban unas sábanas sujetas a los respaldos de las sillas con pinzas de tender. Había tardes en que esa estructura valía de coche y se llegaba muy lejos abriendo mucho los brazos para manejar un volante que podría confundirse con un timón y otros días se almacenaban dentro algunas muñecas y el espacio interior tomaba forma de subcasa de entrenamiento para lo que viniera o vendría después. Pero todo ese afán escalador o explorador o merodeador del sistema recordatorio le sabe a chicle demasiado mordido, lacio y pálido. Hoy usaría esos mismos brazos imaginarios tendidos hacia el pasado para depositar cargas de dinamita en cada una de esas estancias inventadas. Serían los mismos cartuchos de los dibujos animados: él con orejas de coyote escondido detrás de un sillón accionando el detonador; la explosión sería también imaginaria pero acabaría con eso, con la voluntad enfermiza de volver y después regresar al presente con la ropa sucia, la lengua seca y las mismas preguntas de siempre sin responder. Habría que colocar varios cartuchos en la caja del piano y después cerrar la tapa y hacer como los niños cuando se tapan los oídos antes de que suene un trueno. La voracidad de la memoria no conoce límites. También a ella habría que atarle otro manojo con cinta adhesiva en la espalda, para que cuando se replegase ceremoniosamente a su palacio reventase como un cerdo bajo un bombardeo. Todas las fotografías se quedarían perplejas y un poco huérfanas sin la referencia invisible de que una vez fueron pisados esos suelos y volcadas esas sillas y fue vista la luz del verano bajo la textura de unas sábanas que se bamboleaban suaves como las banderas de un sueño. Pero ya no más. Que comience la ejecución en silencio. Que nada sea público. Que no se toquen tambores ni se anuncie el festejo sobre un caballo. Será una muerte minúscula, como tantas otras de tantos días anónimos. Retira lentamente tus dedos, le diría él, haz como los muertos cuando comprenden que lo están, cuando una bala se ha alojado dentro y tarda en pararse y lo hace con la furia de verse obligada a la quietud. Que tus dedos retrocedan despacio y dejen el rastro de lo que intentaron. Son las manos que huían del precipicio, las mismas que retrocedían ante la idea del abismo. Pero ya no. Toca el tiempo de que no haya nada y así deje espacio para una nueva mitología personal. Aquellas campanas que se queden en otro aire. Hasta las golondrinas del convento le sobran y su promesa cíclica de renovaciones y flores vistas a través del hierro forjado de un balcón. Después tendrá que salir rápido. La mecha de los cartuchos avanza chispeando y sin tiempo para nostalgias. Se cuenta hasta cinco y donde te pille el cero te echas al suelo y te cubres la cabeza con las manos. Que los curiosos piensen que solo son unos fuegos artificiales de noche de verano.

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