21/8/11

Estábamos sentados frente al mar. Mireia comía galletas. Alba pensaba en sus cosas. Yo intentaba escarbar en la belleza que tenía delante. Cuando te pones frente al mar nada es instantáneo. Tienes que estar un buen rato mirando la masa azul verdosa que se arrastra despacio. Al principio toda esa majestuosidad es insoportable. Te sientes ridículo, incómodo. Pareces un advenedizo que ha llegado de lejos para presenciar un milagro. El mar sigue ahí. No te dice nada. Solo te recuerda tu insignificancia. Había otras personas mirando. Estaba la señora de los dos perros ridículos, la pareja de franceses desganados, quizá un matrimonio sin muchas cosas que decirse, de esos que utilizan el mar como un electrodoméstico de compañía, también un corrillo de adolescentes que se hacían fotos. Todos esperábamos algo. O quizás solo yo. El tipo sentado junto a su mujer y a sus hijas que mira el mar y espera una respuesta. Dicen que los paisajes grandiosos esconden respuestas. No quería ser menos. Dame la mía, pensaba con rabia. Puede que no haya ninguna, que todo sea una simetría desproporcionada e imposible, una lucha tan desigual que solo te permite masticar delante y que la magia de lo observado te acompañe en tus procesos digestivos como una bailarina generosa. Me faltaba fe. Me falta. Fe en creer que podía ser, en que parte de lo que veía escondía una verdad que me esperaba: mi trozo de la tarta, mi mensaje, el maldito grial. Seguí mirando. Intentaba que mis ojos taladrasen la capa superficial a la que llegan los objetivos de las cámaras y las miradas esporádicas que solo buscan acompañamiento, guarnición para un estado interior ya rico o carente de huecos. La mía buscaba el centro. ¿Qué me quieres decir? Venga, te escucho, estoy aquí, he venido de lejos para saberlo. Pero tienen que pasar muchos minutos antes de que pase algo. La capa externa que protege el misterio es muy dura. Hace falta concentración y voluntad y valentía, de lo contrario te llevas uno de esos cuadros marineros que acaban en las consultas de los médicos de barrio. Yo no he venido hasta aquí para llevarme eso, le digo con toda la indignación silenciosa que puedo. Pero el mar calla como lo haría yo en su lugar si un impaciente me observase de esa forma. A lo mejor es que no hay nada más que eso, ¿y si fuera así, si solo se tratase de agua voluminosa que llega hasta la línea del horizonte, la que separa los dos mundos azules, la que establece que arriba ha de estar una y debajo la otra. Las mujeres que contemplan conmigo parecen estar más complacidas que yo. Seguramente ya hayan atravesado la epidermis y estén disfrutando lo de dentro. Me cuesta vivir. Claudico ante nada. Miro pero no veo. En este trozo de lo que veo hay una tumba preparada para lo que he sido hasta ahora. Es lo único que me ha dicho el mar. Y no ha utilizado palabras. Solo ha despertado algunas de las que venían conmigo. Aquí podría descansar ese que has sido. Túmbale despacio y luego vete. No te vuelvas. Coge a tus hijas y regresa a casa; cuando en invierno sientas nostalgia de este día siempre te quedará pensar que fue lo mejor para los dos: el que fuiste tendrá paz y el que seas a partir de ahora agradecerá el hueco que el otro ha dejado. Para eso nos sentamos frente al mar.

No hay comentarios :