21/8/11

Escribo en un ordenador prestado. Es 9 de agosto. Estoy en un pueblo de la costa brava. Es pequeño y con una playa en forma de boca que sonríe. Vivir en vacaciones es fácil. No hay que hacer gran cosa. Parece que las batallas se queden en casa, esperando tu vuelta para clavarte las flechas en el pasillo y por la espalda, sin tiempo casi a que te sacudas la arena que aun queda en las zapatillas o a que subas la persiana del dormitorio y compruebes que la luz ya no es ni será la de los días anteriores. Vivir en vacaciones consiste en quedarse en la piel de fuera, la que toma el sol y se ríe de los chistes malos; la vida lo es casi siempre, por eso es bueno que de tanto en tanto lleguen días indolentes. Gracias al supermercado de la playa. Gracias a la carnicería con su calendario colgado en la pared que parece que solo tenga un mes, este. Gracias a las personas que caminan despacio con sillas plegables y cocodrilos de plástico que muestran una dentadura inofensiva. Pero cuando suba esto al blog ya se habrá acabado todo. Será otra cosa y la luz de la casa nada recordará a la de la costa brava ni a la de la casa en la que escribí esto. Escribí. Lees. Leíste. Soy. Todo se deshace y cambia. Los días quedan atrás como páginas de una extraña enciclopedia.


Las gaviotas son repulsivas. Gruñen y vuelan en bandada como una pandilla de barrio. Algunas aprovechan las piscinas para beber. Los dueños de los áticos ponen hilos de plástico transparente para que no se posen en las mesas ni hagan nidos. A pesar de ser tan repulsivas y alimentarse de carroña a muchos les parecen aves románticas, tanto que aprovechan su nombre para glorificar torres de apartamentos o restaurantes de playa. También está Juan Salvador Gaviota, que nunca he sabido muy bien quién es o quién era ni qué representaba. Los poetas domingueros hablan de ellas. Seguro que piensan que queda bien poner una gaviota en el poema. Las gaviotas se posaban en el horizonte azul, por ejemplo. Lo malo es que habrá algún verso así. O peor. La realidad nos enseña que todo puede ser mucho peor de lo que pensamos. Cuando estoy en la playa imagino que voy a sufrir el ataque de una de ellas que se lanza en picado contra mí por mi falta de respeto. Se parecen demasiado a muchas personas. Por eso las venden en cartón brillante para colgar del techo de dormitorios de adolescentes que tumbadas en sus camas piensan que el amor vuela por su habitación y que será fácil que lo haga en sus vidas de la misma forma. Creo que lo de ese tal Juan Salvador era un canto a la libertad. ¿Qué tiene que ver eso con las gaviotas? Cada vez comprendo menos.


Son las cinco de la tarde. Sigo delante de este ordenador prestado al que no acabo de acostumbrarme. ¿Para qué tienen que escribir los hombres?, ha dicho Mireia mientras pinta una revista que le acabo de comprar. Su pregunta es mucho menos universal de lo que querría. Se refiere a por qué el género masculino tiene que escribir. Ve a su padre hacerlo y piensa que todos los padres lo hacen. Imagina que a la hora de la siesta todos intentan pasar a limpio lo que pasa por sus cabezas. Ojalá fuese así. Ojalá el mundo fuese una hermandad gigantesca de hombres que escriben durante la siesta. No sé por qué lo hacen, Mireia. Ni muchas veces sé por qué lo hago yo. Me siento y pasa, como cuando te sientas a la mesa y comes. No le digo nada. No hay respuesta posible, solo me quedo con el insoportable encanto de la pregunta y de cómo ha servido de excusa para las palabras de hoy. Es miércoles. No sé qué número del mes. A nadie le importa. De fuera de la casa llegan sonidos que me ratifican como ser vivo: cortacéspedes, motos de baja cilindrada, voces de personas que no conozco. Mucho más allá debe estar el mar, como ayer.


Hay comida rápida y amigos rápidos. Los que se hacen en la playa suelen serlo. Hablas un rato en la orilla mientras te secas y tus hijas juegan con las suyas. Todo se desarrolla deprisa y aparentemente con naturalidad. El verano se encarga de que así sea. Detrás de las gafas de sol cada uno calcula quién quiere ser: el viajero romántico, el derrochador, el pausado, la observadora, el simpático de Madrid. Todos los papeles me aburren. Prefiero seguir con la vista los movimientos de mis hijas en la arena, lo que hacen con ella, la forma en que miran las cosas que les rodean. La conversación de los amigos rápidos zumba en el aire y me cansa, pero la soporto como otro de los males de compartir mundo. Si hay amigos rápidos habrá olvido rápido.


Son las cuatro y media. Se está convirtiendo en una costumbre escribir a estas horas, ponerse delante del ordenador prestado mientras Alba y Mireia ven alguna serie y Nuria toma el sol arriba. Cuando pasen diez o quince años echaré de menos lo que ahora considero tan normal como levantar la vista y que esté ahí la escalera blanca o las repisas de cristal con los marcos de fotos: la abuela de mi mujer sentada en una silla de espaldas al mar, mis sobrinos, la boda de Josep. O respirar. Si sigo vivo echaré en falta la luz que ahora me rodea y pensaré con una tristeza tranquila que estos años fueron los mejores. La nostalgia es insidiosa, engaña. Fueron los mejores con sus peores cosas. Pero eso no lo sabe todavía la madrugadora serpiente barata.


Montse ha traído cajas del chino para pintar. Ha venido Alex con sus hijos. Los niños se han sentado con las pinturas, que mezclan con agua y luego aplican con pinceles finos mientras sus expresiones de concentración exigen que el silencio solo sea roto por el resto de lo que forma la realidad de este momento. A veces cuesta respirar cuando comprobamos cómo suceden las cosas más grandes a las que nos invita la casualidad.

1 comentario :

Anónimo dijo...

Vamo a ve, Luisacebes.
¿Por qué te pones ahora esos apellidos tan conspicuos?
Los que nacen con un apellido eufónico como el tuyo ya tienen su propia marca. Menos es más.
Yo mismo me apellido Matamoros y no pongo nunca en mis tarjetas "asesino a sueldo" que es a lo que me dedico.