29/7/11

Voy a Nápoles en un tren azul. Delante de mí va un hombre muy gordo dormido. En su mano derecha sostiene un snack de chocolate a medio comer. El paisaje no me interesa o no le interesa al responsable de mi sueño. Pueden ser montañas bajas o campos amarillos o una lengua de mar que se desplaza como un péndulo. No sé cuándo llegaré a Nápoles. Quizá el viaje se demore hasta un punto de tiempo que me es imposible cuantificar. Esa ciudad y su nombre aparecen y desaparecen de mi cabeza mezclándose con el resto de cosas. Parece una fresa perdida en una pila de manzanas. Mis dedos intentan cogerla pero se escapa, se esconde, se interna en la oscuridad de la pirámide y después se ríe en voz baja. Voy a Nápoles y mi único equipaje es un acordeón. Sé que es negro y que tiene incrustaciones de nácar. Aunque descansa en su funda rígida sé que tiene ganas de que mis dedos lo palpen y asciendan por sus teclas. Por otra parte pienso que no sé tocar ese instrumento. Aunque podría aprovechar la ausencia temporal de mi compañero de viaje para sacarlo y tocar. Pasa un revisor que no me pide el billete. Pasa una monja francesa levitando. Pasa una sombra que no es de nadie. Tengo hambre. Pero solo llevo un acordeón. Lo cambiaría por un queso, por vino, por una barra de salami y un pan provenzal. Me levanto y cacheo al tipo gordo para ver si lleva más barritas de chocolate. Solo encuentro un paquete de chicles. Me meto dos en la boca y miro por la ventanilla. No hay paisaje o ya no lo puedo recordar ahora cuando escribo esto. De pronto empieza a oler a col hervida. El compartimiento se llena de ese olor agrio y exasperante. Creo que el responsable de mi sueño me pone a prueba. Sabe que odio esa verdura pero también sabe que tengo hambre. Me levanto de mi asiento y persigo el rastro del olor. Camino por el pasillo acristalado hasta llegar a una minúscula cocina en la que un enano vigila una cazuela que echa humo. El enano me mira y sonríe. Me hace gestos de si quiero probarlo mientras canta algo en italiano. Me dice después que cierre los ojos un momento y que los vuelva a abrir. Lo hago. El enano se ha convertido en un Papa. No sé cuál es ni si pertenece al presente o al pasado. Su gorro puntiagudo casi toca el techo del vagón. El pontífice no me mira. Solo remueve los trozos de col con una cuchara alargada que parece de plata. Como no se dirige a mí decido darme la vuelta y regresar a mi sitio. Voy a Nápoles en un tren. No sé cuándo llegaré ni si lo haré algún día. El hombre gordo se ha despertado. Juega con una serpiente jaspeada que se enrosca en su brazo lentamente. Parece abstraído por lo que ve por la ventanilla. Acaricia al reptil mientras su mirada se va llenando de una tristeza pesada. Atravesamos un túnel. Noto la respiración de alguien muy cerca de mi boca, pero no distingo de quien. No es una presencia desagradable. Su olor me recuerda a alguien conocido o amado de hace muchos años. Cuando acaba el túnel el gordo de la serpiente ha desaparecido. Ya nada me extraña. Incluso veo con buenos ojos mi recién estrenada soledad. Comienzan a verse casas salpicadas por el horizonte. Cada vez más. Veo rascacielos que me dicen que no estoy en Nápoles. Quizá sea otro mundo. Quizá nada de lo que veo exista ni existirá nunca. Pasa el Papa con un plato de col hervida. Se detiene un instante y me lo ofrece, más con un leve gesto de cortesía automática que como invitación real. Le sonrío algo forzado a la vez que levanto el dedo índice diciéndole que no. Después sigue caminando y desaparece. Algo por dentro me dice que nunca llegaré a esa cruz en el mapa en la que debía acabar mi sueño.

1 comentario :

José Luis dijo...

Impresionante chorro de imágenes. Gracias por compartirlo.