12/7/11

San Juan se estaba empezando a hacer. Era parte de una erupción de optimismo que le estaba saliendo a la península en los bordes. Se levantaban edificios funcionales con terrazas amplias de barrotes blancos y suelos de baldosas ajedrezadas que cambiaban de temperatura desde que el sol sacaba pecho muy temprano. Sobre ese suelo mi madre colocaba una almohadas y me sentaba. Mientras mi padre bajaba a la playa casi desierta con mi hermana, yo me quedaba allí mordisqueando un trozo de pan. Una de esas veces mi madre me hizo una fotografía que ya no sé en qué casa está ni en qué cajón o sobre qué aparador, yo no la tengo pero la recuerdo trazando semicírculos en el horizonte de un álbum sobre las rodillas de mi madre: blanco y negro, un niño de casi un año, rollizo y con la cara redonda, sonriente y con una gran miga cerca de la boca. De Alicante a San Juan se iba en un tren amarillo que me da la sensación de que atravesaba un desierto. Esto lo sé por años siguientes, cuando mi padre me asustaba con una serpiente de plástico que tenía una lengua bífida de papel charol. El reptil de dudoso gusto tenía el cuerpo articulado y engarzado como las piezas de una pulsera, de forma que cuando mi padre la agarraba de la cola y la suspendía en el aire se retorcía imitando el movimiento real. No sé qué sentido tendría atemorizarme con ese bicho de plástico, pero lo recuerdo como el príncipe que abrillanta su espada en el patio del castillo mientras escucha las gruesas carcajadas del rey y su mano, que pasea por el filo, sueña actos inconfesables. El trayecto a San Juan se hacía interminable en aquel tren de cercanías que atravesaba un desierto lleno de serpientes. Para un niño de cuatro años el mar y el cielo son de color blanco. Es la luz de levante la que lo ordena así. La promesa del mar (la de la expectante primera vez) pasa a la memoria convertida en una masa luminosa que es difícil de clasificar. No hay instrumentos de cirugía capaces de separar las capas, de diseccionar las zonas que nos interesan y tirar las otras. Una pelota de luz, eso podría ser la infancia, independientemente de los viajes y las constelaciones caseras a las que tengan acceso los ojos muy abiertos o las miradas de refilón que no quieren tropezar con nada recordable. Mi enfermedad me lleva a volver y plantarme allí. Qué estúpida afección la de querer volver a pincharse con la aguja que nos hizo daño.
A la playa comenzaba a crecerle un paisaje desproporcionado de casas altas, uniformes, aburridas, como pajareras diseñadas por espíritus lógicos que quisieran rentabilizar el milagro del mar. Cuando estabas en la arena escuchabas el jaleo de las hormigoneras y el chirrido de las grúas girando en el aire convertidas en orgullosas bailarinas de pueblo. Mi bañador era ajustado, azul marino. Al salir del agua brillaba mucho y después se llenaba de islas de arena al tiempo que la luz se apagaba convertida en gotas que se arrojaban de cabeza a la nada.

1 comentario :

José Miguel dijo...

Me gusta lo de la "masa luminosa díficil de clasificar". Yo vi el mar por primera vez con cuatro años y al verlo aparecer de golpe, sólo veía blanco y más blanco cegador...¡Bonitos recuerdos!