17/7/11

A los ocho años su madre le dice que se prepare, que ya verá lo difícil que es la vida adulta. Él echa mano de una imagen que tiene cerca y se ve en el futuro subiendo una gran cuesta con el coche de su padre. Un niño conductor que sube trabajosamente por una calle angosta y empinada. Puede ser un pueblo del sur. Cree que es de Málaga: casitas blancas que a esa hora de la noche parecen sacadas de una premonición; tienen una luz extraña pegada a las paredes, es un blanco lunar que mancha la tripa arcillosa de las macetas colgadas. A los ocho años no repara en las flores. A pesar de que la ascensión es angustiosa y que el motor del pequeño utilitario emite ruidos desesperados, las hay, flores, muchas. Un detalle menor del que su madre no le había hablado. La vida es muy dura, le dijo, ya verás lo que cuesta todo, lo doloroso que resulta crecer y subir a duras penas esa cuesta. Pero el descubrimiento de las flores es un asunto reciente. Al revisar hoy el recuerdo o la visión aparejada a él ve que las paredes de las casas de ese pueblo fantasma estaban llenas de geranios y otras plantas de las que no merece la pena hablar. Basta con verlas. Saber que están ahí le da ventaja. Una de la que no se percató entonces. Puede que vivir sea una empresa de dolor faraónico. Puede que el motor del coche que realiza la ascensión acabe quemado y con el conductor niño plantado en medio del camino con el capó abierto y los brazos en jarras observando la columna de humo. Las palabras de su madre tampoco le avisaron de las luces del coche. En primera instancia su discurso fue trasplantado a la imagen en un vehículo sin luces, solo las que estaban pegadas a las paredes iluminaban la noche invernal. Pero las tenía. Unos faros enormes, desproporcionados al tamaño del huevo blanco con asientos de polipiel granate. La luz de los faros iluminaba el camino y también era responsable del resplandor sobre la cal. ¿Por qué tanto interés en anticipar los próximos capítulos de la vida de su hijo? Si fue una simple conversación de después de comer, si quizá la culpable fue la escena de una película en la que un niño se enfrentaba artificiosamente a las exigencias de la madurez: un niño soldado, un niño pirata, un niño que salva a su familia del fuego, uno que consuela a la madre viuda y hace de padre para sus ocho hermanos. De esa comparación surgen sus palabras que quieren convertir al hijo en uno de esos valerosos personajes de película antigua. Gracias a su mal agüero el niño visualiza cómo será el futuro. El niño crece y se enfrenta a la realidad. Y comprueba lo mucho que se parecía, lo mucho que en verdad se parece. El coche sigue siendo el mismo y las flores y los faros y hasta la sensación de que de un momento a otro se parará o no podrá gobernar el vehículo y la palanca del freno de mano no responderá y probablemente el coche irá marcha atrás hasta caer al mar. El niño nunca habló después con la madre del asunto. Prefirió que sus palabras se quedaran allí en medio del pueblo consolándose con el reflejo lunar de los geranios en medio de esa noche.

1 comentario :

José Miguel dijo...

Basta con verlas...