15/7/11

Lo malo de los recuerdos es el azúcar que se forma en los márgenes de lo vivido como un residuo que consideramos inevitable y defensivo, porque nadie quiere pensar que por donde pasó hubo barro o sus pasos fueron atónitos como el eco de nuestra voz dentro de una campana. Nadie se sofoca ante su propio discurso de asuntos del pasado pronunciado como esas mujeres que se peinaban la melena largas horas junto a una ventana. Se lo perdonamos a algunos, a los que nos compensa leer o escuchar. Así lo hacemos con Proust o con los pasajes de infancia rusa de Nabokov. Pero el azúcar a veces cansa. Recordar es inventar. No hay una intención de veracidad en el recuerdo sino tal vez una piadosa autogratificación por haber vivido. Lo pasé mal, pensarían, pero ahora solo quiero volver al tintineo de la jarra de chocolate llevada en una bandeja, a la luz del pasillo, al baile de visillos del dormitorio de mis padres, al brillo de la tapa del piano. La memoria tiende a adulterar la verdad y construye puentes colgantes que no existían. Cambia la angustia por luces irisadas y perlas que entran en el ojo para decir sí, aunque no te acuerdes fue así. El desfile de cosas que arrastra camina despacio pero nunca para. Puedes estar de pie en la cocina pelando un huevo duro con el bañador aún húmedo y les ves pasar con sus incensarios y las letanías graves que salen de sus bocas en cascada. Te aterra pensar que esta vez digan la verdad. Prefieres lo de siempre. Rezas por lo de siempre. Buscas el azúcar aunque esté quemado. Contar es negar. Contar es pintar de nuevo la casa y decirle a las visitas que siempre fue así, que el albero de la entrada lleva años, aunque sus miradas extrañadas lo cuestionen y asientan al final como se hace con los locos. Habla, memoria, se dice a sí mismo el ruso blanco Vladimir, condúceme de nuevo a la tierra que dejé, a los campesinos que cortaban el aire con sus azadas, al contrabajo acuático del río que atravesaba los campos. Agosta el trigo otra vez para mí. Lo malo es que al contarlo se convierte en Biblia de cantos dorados. Asumimos por ese curioso pacto que las palabras forman el mundo que existió, que una ínfima parte de Rusia era así. O de la calle en que nacimos o aquel columpio de hierro oxidado que tenía forma de planeta con una barra para viajar del polo norte al polo sur. O del primer día que vimos nevar y de la mano de nuestra madre sacando un cubo azul por la ventana para que cayeran algunos copos dentro. ¿Sucedió así? Una parte de nosotros siempre hace cola para recibir la moneda que le calma. Es el pago por haber existido, por soportar las inclemencias y la bilis que desprende la vida en charcos. Con la moneda en la mano parece que todo haya tenido sentido. Y nos alcanza por fin la calma y nos mece aniñadamente por casa para que podamos cerrar los ojos y fingir que dormimos.

1 comentario :

José Miguel dijo...

Si que sucedió así.