13/7/11

Escribo de mí mismo como el ornitólogo que apunta en su libreta reflexiones de campo sobre las crías del buitre leonado. Busco el desapasionamiento y para ello hay que romper muchos espejos, sobre todo los de marco barroco y pan de oro. Me subo a una rama y me observo. La mayor parte del día no apunto nada. Las anotaciones no pasan de “el sujeto toma cacao soluble por la mañana; tres cucharadas; rebusca en el cajón de las galletas y se decide por las rellenas, si las hay”. Luego está el asunto de mi madre, lo que me recrimina con frecuencia: no hables mal de ti, no te expongas. Supongo que el oficio de la maternidad no acaba nunca, por mucho que el hijo ya tenga canas. Mi madre cree que encuentro placer en subir al escenario y exponerme al pim, pam, pum de los asistentes; aunque, bien pensado, escribir comparte algunas esencias con dicha escenografía. Lo malo es que el escenario siempre está vacío cuando estás sentado ante las palabras, o no se ve nada: solo uno mismo y sus miserias que van saliendo y creando florescencias de dudosa belleza. Martin Amis dice que no hay nada más bochornoso que el sexo autobiográfico en una novela. Y es cierto. Ahí está Henry Miller con sus escenas de carnicería hippy o Bukowski, más perdonable por aquello del humor. Pero yo aumentaría el círculo. Casi todo lo autobiográfico acaba pareciendo pornografía. ¿En qué se diferencia un fluido genital de otro supuestamente salido del alma? Los dos son igual de humanos. Ambos pueden resultar igual de vergonzantes si solo se quedan en ese plano y no trascienden a algo más compartible (o si nos ponemos cursis, universal).
Tengo que acabar con este vicio de hablar de mí a diario, porque soy consciente de que muchas veces no paso el listón y me quedo en los alrededores folclóricos, en las cucharadas que le pongo a mi vaso de leche o en lo mucho que quiero a mis hijas. Desearía una vida de aventuras en mares lejanos. Desearía haber nacido en otra época o poder viajar a ella una semana al mes para tener otras cosas que contar. Pero es esta la que me han dado y esta la única época que puedo describir conmigo dentro, como esas sorpresas baratas que ponen en los roscones; soy esa figurita hecha en China que espera en la masa esponjosa y dulce a que una mano la exhiba ante sus ojos.
Este vicio debe ser combatido. No estudié en Oxford como Amis pero empiezo a compartir su puritanismo anglosajón. Los asuntos personales acaban convirtiéndose en panoplia para las visitas: aquí mi dormitorio, aquí la nevera, aquí la ventana desde la que tantas cosas he visto. Lo malo es que tenemos la manía de espiar otras vidas y encontramos un placer infantil en asomarnos a todos esos sitios, como cuando en la cola del supermercado miramos el carro del que tenemos delante e imaginamos su vida a partir de lo que come. Escribir también es festejar el lado más intrascendente de la vida. No todo son profundidades, también está el juego y la disipación y las dulces contradicciones caseras que arrastramos por el pasillo. Si en todo esto alguien encuentra placer o consuelo, bienvenido sea, y que sepa que mi casa está abierta ininterrumpidamente para las visitas hasta que supere mi adicción.

1 comentario :

José Miguel dijo...

Me encanta eso de las "dulces contradicciones caseras" Jeje