7/5/11

A veces soy yo y a veces es él. Los dos se cambian de lado y atraviesan la línea de tiza que dividió el mundo conocido el 30 de agosto de 2008. Es un juego. O una manía, como fumar en pipa e intentar descubrir en una voluta de humo la consistencia del pasado, la cortina tras la que se esconde todo. Ninguno de los dos hemos sostenido nunca una pipa en la mano ni la hemos acercado a los labios en actitud voluptuosa. La ausencia de esos ritos quizá nos llevó a salir a la carretera de los días del mundo. Empezó en un sitio que se llamaba agosto y que según quedó escrito tenía una silla plegable para comprobar el correcto funcionamiento de las estaciones. Una carretera y una silla y nubes de consistencia cambiante a lo largo del viaje. También, desde ese asiento marginal, los dos (pero uno más que otro) se probaron diferentes caretas de feria, cejas postizas, pieles de muerto y vidas que no eran suyas pero les remoloneaban como moscas por dentro en un charquito de te dulce. Han pasado casi tres años, ¿qué se puede ver apuntado en la pizarra? Ninguno de los dos entiende la letra del otro. Por eso decidieron convocar a otros para que lo hiciesen. Pusieron un anuncio y vinieron algunos de los sitios más desconocidos del planeta. Llegaron con lupas de coleccionista de sellos. Llegaron con prismáticos y con animales amaestrados que recitaban lo que ponía allí a través de un megáfono. Durante todo este tiempo la carretera ha ido cambiando aunque la única decoración digna de resaltar haya sido la luz. ¿Para qué avanzamos?, dijo un día de abril un mono hablador que había venido de Rosario. Los asistentes se incomodaron. Algunos dejaron de afeitarse y se quedaron haciendo la estatua mirando el horizonte y con media cara llena de espuma. Ninguno de nosotros le pudimos responder. Querían palabras y se las dimos, combustible raro ese de las palabras, porque no funciona siempre ni arrastra cargamentos. Pero mueve. Si no no estaríamos aquí, no habríamos venido de tan lejos ni la carretera daría tantas vueltas.
Fue en agosto, una mañana. Por mucho que cierre los ojos no puedo verlo. El otro tampoco. El otro hablaba con sus hijas y miraba al cielo embobado. Ninguno sabe, por mucho que pasen las palmas de las manos sobre el mapa con los ojos entornados, lo que fueron ni pensaron ese día. Había un espejo y puede que todavía esté allí plantado, pero está demasiado lejos. De esa mañana solo quedan las palabras que colocaron allí encima de lo blanco como piedras sobre una tumba.
Ahora queda esperar, el arte de hacerlo, cruzar los brazos pero sin inmovilismo, que todo fluya, que prosiga si es que ha de ser. La carretera, vista desde arriba, parece una broma más que una serpiente. Hay puntos móviles, hormigas con linternas recorriendo un trozo de suela de zapato abandonada en un bosque. La expedición prosigue su camino.

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