24/5/11

Me levanto y cumplo mis rituales diarios pensando que el mayor regalo es el lenguaje. Me asalta este pensamiento cada vez con mayor frecuencia. Mi incapacidad para pensar en Dios o para entender una idea cercana a esa idea se ve recompensada con algo más tangible, con ese don luminoso que nos acompaña hasta la muerte. Aunque solo fuera así, aunque ese fuera el único presente recibido en la existencia ya estaría por bien empleado y recompensaría lo otro con exquisita gentileza. El lenguaje es el responsable de que por ejemplo esta mañana haya podido leer Los anillos de saturno en el tren que me trae hasta aquí. Leyendo a Sebald he podido sentirlo: el hilo, el camino trazado desde otra vida que ya no existe pero que me acompaña. Dios puede que sea una exaltación poética de nuestra imaginación o quizá una necesidad tan inconfesable como los fideos para la sopa o el hilo dental; pero las palabras existen, están ahí. Las echamos en la cazuela, las olemos, las trituramos, las esperamos, las pensamos, diría que hasta las comemos en los tiempos en los que no hay mucho más: tiempos de palabras incluso en medio de los tiempos de silencio que inevitablemente atravesamos. Siempre llenando, ardiendo, completando, analizando incluso los bostezos constantes que ocasiona la vida, despellejando las infinitas capas bajo las que se esconde la esencia de las cosas. Gracias a las palabras me levanto y puedo hacer comparaciones. Si fuese 1614 y viviese en Amsterdam sentiría lo mismo. Puede que fuese un médico, un forense con dos hijas al que Rembrandt quisiese retratar. Puede que ese día eligiese mi mejor sombrero y caminase ufano por las calles de esa ciudad. Tendría las palabras para establecer un baremo interior de mi vida como hoy las tengo. También es probable que viajase esta mañana en un coche por el interior de Inglaterra: un descapotable negro ya algo cascado pero cuyo motor entonaría en medio de los otros sonidos de la campiña inglesa. Conduciría sin saber que quizá la muerte me esperaba atada a un árbol como una doncella medieval, porque quizá iba en el coche en el que murió Sebald en el condado de Norfolk en 2001. No puedo saberlo. No podría esclarecer los múltiples hechos a los que me arrastra el lenguaje, la multitud de vidas que me obliga a vivir con su técnica de narración paralela. Hoy me he levantado, he desayunado, he sido regado por la luz artificial de la cocina y después remojado en la de mayo: pletórica, teatral y magnífica, tanto que hace que la sangre se crea lo que no es y juegue a rebotar y a trascender de los conductos para elevarse más allá de sus posibilidades. Las palabras redimen y asustan a partes iguales. El forense holandés contempla un puente. Por el canal pasa una embarcación cargada de coles. La luz holandesa es más difusa que la que vivo a diario, pero no excluye el milagro. Sebald ve pasar hileras de árboles y piensa que vivir consiste en eso. Después sus ojos se niegan a seguir abiertos. En ese tránsito es libre. Se lo dicen sus pulmones tan hinchados como dos gallos. Luego atraviesa la línea y desaparece. Por el camino ha dejado un reguero de signos que ya me pertenecen. Los recojo y los echo a mi saco. Hace frío en Norfolk, debe ser el de la muerte o el mismo de estar contemplando una barca que se aleja cargada de coles.

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