12/5/11

Esta mañana al despertarme me sentía feliz. Apenas recordaba lo que había soñado pero fuera lo que fuese salí despedido a la realidad con una minúscula bendición colgada de alguna parte. Apenas pude atrapar restos de imágenes disgregadas en el paso fronterizo que separa ambos mundos: colas gigantes de ballenas o de algún pez ridículamente grande. Viajaba en una de esas colas sobre la marea, no como los surfistas ni como los personajes bíblicos que separan las aguas a su paso. Simplemente era una persona subida a la cola de un pez. Tampoco podría asegurar que fuera el mar lo que estaba debajo. Quizá se tratara del cielo o de otro sitio en el que nunca he estado. Al salir de un sueño surgen muchas preguntas pero pasa como en los exámenes: hay que dejar caer el bolígrafo en la mesa y tender el folio para que la mano paciente lo recoja. En el mío intenté escribir una redacción titulada Anoche volví a soñar. ¿Por qué le concedo tanta importancia? ¿No son los sueños más que compensaciones del aparato nervioso, rutinas para subsistir? Sin embargo, lo que fuera, ya forma parte de mi pensamiento. Una parte de mí es rehén de sus imágenes y de las consecuencias que dejaron. Soy un hombre que por la noche se sube a una cola de pez y atraviesa espacios desconocidos. También recuerdo, todo lo vagamente que puedo, a otros con los que me cruzaba: otros viajeros en apéndices dorsales de bestias marinas, muy erguidos, muy serios, viviendo tal vez una tragedia incompartible o la ausencia amarga del humor o puede que algún secreto que nunca saldrá de sus bocas. Me gustaría reconstruir el resto de la historia aun sabiendo que no encontraría el hilo ni el argumento que me tranquilizase. Tampoco en la vida real existen. Tampoco se nos ofrecen ni se trazan líneas que ayuden a comprender el por qué de nuestros pasos. Puede que todo sea sueño y duda y arenas movedizas que nos esperan cautelosas detrás de cada día y al desprendernos de las zapatillas de casa y elevar los pies hasta el horizonte de la cama nos abrazan despacio y nos ponen un collar y una correa para los paseos nocturnos o los terrores, según se mire.
La presencia de huellas, de vestigios, de desperdicios a la puerta de un sueño no hacen otra cosa que confirmar nuestra naturaleza dual. Somos seres bipolares obligados a comulgar con la certeza. Por el día gana la razón. De noche lo hace la hermana loca. Pero las dos comparten la misma sangre: la nuestra. Mi incapacidad para tirar del hilo del sueño me desconcierta. Quisiera saber más. Quisiera volver y comprobar, apuntar, preguntar al pez adónde me conducía y quién le había ordenado tal viaje. Supongo que la muerte debe ser el punto sin retorno de todos los sueños, un espacio de libertad en el que poder transitar subido a lo que cada uno elija: gatos salvajes, una nave interestelar, sombras, personas queridas, días que se fueron pero brillaron tanto que siguen estando, ciudades, escaleras, iglesias, estadios, peluquerías de la infancia, flores de plástico, un patio, una terraza en cuyo suelo descansa un frasco de vidrio con hormigas rojas.
El consuelo de los sueños es la escritura, aunque lo único que consiga sean esas imágenes de cuando miramos por unos prismáticos al revés.

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