5/5/11


Después de comer paseo por esa gran avenida llena de edificios hechos con el último dinero llegado de América y que dio razón de ser a la ciudad: la columna vertebral o el espinazo (según se mire y si se hace con optimismo de día de primavera o simplemente recorriendo las fachadas como un niño que araña algo con su uña mientras avanza abstraído) En cualquier caso es un ejercicio sin riesgos y que le otorga a la sobremesa un aire de egolatría tímida, como de resuello sentimental de verse en otra época aunque vestido de sport y siendo un ciudadano anónimo que no quiere ser perturbado. Ese soy, el paseante, el dubitativo y enfermizo nostálgico de lo que a cada momento pierdo, porque pasear en estas condiciones y por ciertas calles supone ese riesgo: asumir la pérdida y acto seguido lamentarla, asumir y lamentar, dos palabras que se conectan en forma de polea hasta que mis pasos paren y decida volver a la realidad, a mi cajón de gato trabajador que poco tendrá después para recordar. Para ayudarme en este empeño escribo. Lo hago para mí aunque a veces deje escapar lo que hago por una rendija y otros me miren en sus propios microscopios. Es un milagro. Es una suerte cercana a lo democrático que esta manía (la mía y la de otros) de escribir se vea arrastrada por la fe de los desconocidos y que se instale en parte en su alma y acondicione su interior con otra luz no prevista. Después de comer son las tripas las que trabajan. El esqueleto se conecta a un ritmo tranquilo y le obliga a la carne a seguirle. Un, dos. Un, dos. La sangre también hace lo suyo viajando como una matrona a las zonas necesitadas. Paseando por la Gran Vía, por la calle de los últimos indianos que soñaban con vivir en Nueva York, percibo la utilidad de la orquesta que llevo dentro. Los músicos trabajan en su dirección y me permiten que yo viaje en la mía, ocupado en asuntos intrascendentes para después (ahora) sentarme a contarlos. Pienso en Claudio Magris. Pienso en Sebald. Pienso en ellos dos a mi lado cruzando el paso de peatones y dejándose cosquillear por las incógnitas atmosféricas que trae la primavera. Me gusta esa idea de cruzar una calle con dos viajeros de lo intangible. Quizá les explicaría las influencias arquitectónicas y el por qué de que construyeran estos edificios neoclásicos. Creo que les aburriría y solo querrían un poco de silencio para detener sus miradas en tal estatua de bronce o en esa gárgola que ningún turista ha inmortalizado en el vientre negro de una cámara. Pero crucé solo. Ya ni en mis fantasías notaba su sombra. Volvía a ser el viandante, el desconocido que no se cansa de inspeccionar por dentro lo que antes ve por fuera. No soy Claudio ni Winfried: solo el secretario general de este jueves y de estas calles que en ocasiones confundo con un tablero de ajedrez. El alfil regresa junto al rey.

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