5/4/11

Todo se desvanece. A lo largo del día percibo cosas, no sabría si calificarlas de señales por no caer en la tentación del espiritismo ni mucho menos por imaginarme convertido en un santón necio de barba blanca. Son imágenes que por un momento me asombran por su nitidez y casi por la estructura tridimensional invisible que se forma en mi cabeza mientras subo unas escaleras o cruzo una calle. Si voy escuchando música, como esta mañana escuchaba Fields of gold, me resulta más fácil visualizar un simple estado de ánimo. Una sensación posee su propia arquitectura: su subida, su irrupción misteriosa y violenta y después los fogonazos con los que a la vez que se forma se diluye instantáneamente sin que tenga apenas tiempo de captarla. La misma canción, escuchada en bucle en diferentes lugares, adquiere significados asombrosamente dispares. En el caso de la canción de la que hablo me ha sorprendido la traducción automática de su título mientras mis ojos se distraían en el pelo de una anciana que caminaba por un pasillo del metro. Campos de oro, decía mi cabeza. En ese momento creció trigo en el pasillo e incluso la mujer se cubrió de una luz dorada que me hizo pensar en la naturaleza de mis emociones. Ser tan susceptible a lo exterior, tener las puertas tan abiertas a lo subjetivo produce algo parecido al vértigo de contemplar el cielo tumbado en un trampolín muy elevado. No sé lo que me cubre ni mucho menos lo que me espera abajo, solo soy en esos momentos un minúsculo signo de puntuación en medio de un libro excesivamente grueso, una incógnita de carne frágil que depende de casi todo. Como resulto tan vulnerable en estos casos procuro buscar un punto de agarre, una referencia para volver a la realidad como el que se sube a una plataforma hinchable en medio del océano, con esa ingenuidad de pensarse a salvo y no caer en la cuenta de que no existe en ningún lugar o estado tal seguridad.
Pero todo tiende a desvanecerse, a perderse en el humo lento de lo que olvidamos, de lo que, ya cansados de masticar, escupimos cuando no nos ve nadie. Supongo que la memoria está llena de trastos mohosos, apilados, desvencijados e inútiles que esperan el día de limpieza. Cuando bajo a ese sótano siempre hago lo mismo: enciendo la luz y coloco los brazos en jarras como el arquitecto egipcio que supervisaba la elevación de su pirámide. Una mezcla de orgullo y simpleza me invade en esos momentos. Soy el guardián de todo esto, me digo, soy el responsable del amontonamiento, pero también (y a la vez) me siento incapaz de cualquier rigor o mucho menos de encontrar la energía necesaria para desembarazarme de algo para que allí abajo resulte posible respirar. Esa superficie sombría soy yo. Y también el que camina por los trigales subterráneos detrás de una mujer de oro. Y el otro que después, a pie de calle, sujeta las riendas de su emotividad o de su permisividad con los fenómenos que le atraviesan de forma inconsciente. Y no podía faltar la última cara del diamante: soy esa otra reunión de seres imaginarios que después se sienta y escribe por miedo a que en el próximo parpadeo todo se desvanezca sin regreso.

3 comentarios :

Anónimo dijo...

Para transitar en medio de las fragilidades hay que escoger una buena banda sonora. Y veo que tu discografia emocional es muy completa. Yo también necesito hacer ciertos caminos con el andamiaje de la música. Tomo nota de tus sugerencias.

About dijo...

Ay, si no fuera por ciertas canciones.

Arrowni dijo...

Digno el hombre que descubre sus orejas.