7/4/11

Ir en un tren es ir en todos los trenes. Las casas que se desperdigan como apariciones por la ventanilla, los árboles a lo lejos, una montaña que parece tramoya de un decorado sin fin, el hombre de traje quizá dormido ante su portátil que muestra un documento abierto, puede que con el secreto de su vida redactado en times cuerpo doce y firmado por una marca comercial a la que representa. Ir en un tren, desplazarse de un sitio a otro con la vana idea de encontrar en ése otro una prueba de algo: de movimiento, de pulsión, actividad o ruptura momentánea de los trámites que nos atan a diario, todo eso -unido o mezclado con la luz variable que encontramos a cada tramo- representa un ideal de libertad. ¿Qué hombre no lo busca? ¿Quién se resistiría a la intención purificadora del viaje aunque el trayecto sea doméstico, conocido y tan familiar como el olor que desprende una caja de galletas? Ir en ese tren del que hablo, el que (pongamos) salió de Atocha esta mañana un poco después de amanecer y tomó rumbo nordeste haciendo que el sol recién estrenado se colocase en el tercio superior de mi ventanilla recordándome que estoy vivo, que soy un organismo, un animal educado que siente cosas que después interpreta y articula en forma de emociones, me ha recordado la importancia de cambiar de lugar. Los viajes exteriores, los convencionales, estimulan a los interiores. Actúan de fórceps imaginarios para que salgan nuevos hilos de los que tirar. Yo cogí el mío esta mañana y tiré. Lo llevé al vagón cafetería, lo anudé a personas que me encontré al paso, giré, hice nudos, lo convertí en maraña al poco rato y me alegré de que así fuera, porque cumplió su misión: la de transgredir los límites que me impone la costumbre. Un hombre sin epopeyas tomando café en un vagón acristalado que recuerda a esas naves de película espacial de hace muchos años. Un hombre que sonríe con cierto pudor y deja suelta su vista por el campo para que husmee, para que corra y se canse y quizá encuentre el hueso que lleva años buscando. ¿Existirá o será un señuelo barato con el que probablemente vine de fábrica? El hecho de ir a trescientos kilómetros por hora no le quita romanticismo. No conocí los trenes de vapor y no puedo sentir nostalgia de la lentitud. Mi única pena es la de no poder hacerlo más rápido, a una velocidad desconocida o fuera de las leyes de este mundo. Mi cabeza sí lo hace, sí lo consigue. Cuando pasa siento que fuera a implosionar con violencia. Pensar en estos términos hace que me suden las manos, pero nadie a mi alrededor lo nota. No dejo que salga fuera: mi tragedia es privada. El movimiento de la taza a mis labios no delata ansiedad ni sueños de los que deba dar explicación a los extraños.
Cuando el tren aminora la marcha y el extrarradio de la ciudad comienza a hacerse palpable siento lo mismo que cuando era niño e iba montado en una atracción que perdía velocidad a la vez que sonaba una sirena que indicaba el final. El hombre y el niño, tras la experiencia, se alejan caminando.

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