3/4/11

El paraíso parece sujeto por las huestes aladas de sórdidos espíritus dorados, me dice Cheever al oído esta mañana en la que el cielo es un papel vegetal que juega a indeterminarlo todo (empezando por lo que siento: rachas veloces y luego pies que no se quieren mover y que solo golpean el suelo levantando explosiones de polvo.) Mireia sostiene en brazos un oso panda de peluche que le regalaron ayer en una fiesta de cumpleaños. Se acerca a donde estoy y me pregunta si quiero darle el biberón. Hemos decidido que el oso se llama Francisco, lo pensamos ayer en el coche cuando regresábamos, cuando el cielo no era lo que es hoy y sí una capa de princesa nórdica que nos invitara a los placeres de la noche. Alba se prueba gorros de baño a los pies de la cama en la que escribo. Nuria abre cajones, cierra puertas de armarios, despliega su vida sin contemplaciones o por lo menos sin las que a mí me limitan y atormentan. Vivir entre mujeres me hace parecer un muñeco de cera, una mariposa disecada que mueve la cabeza y mira por la ventana, un insecto que a veces fuma pero que desconoce el preciso y minúsculo mundo en el que vive. La casa, el tablero, la partida. Eso lo dominan ellas, que van y vienen sabiendo lo que esperan conseguir. Mireia ha envuelto a Francisco en una manta pequeña, creo que la misma que la cubría a ella de recién nacida. Nuria le dice a Alba que se ponga el aparato que hace unos meses debe llevar para corregir la inclinación de sus incisivos. Una madre que ordena a una hija que a pocos metros quiere también desplegar su bandera de la autodeterminación. ¿Cuántas de estas escenas se habrán repetido a lo largo del tiempo? El libro de Cheever es la única presencia masculina (a parte de mí) en la habitación. Él y su idea de que el paraíso es un lugar sujeto con cuerdas por unos espíritus que seguro que vio muchas veces al cerrar con fuerza los ojos después de una noche de ginebra. Me gustaría que mi casa estuviera plantada en lo alto de una colina, en otro país, en otro mundo que no figurara en las bolas giratorias de todos esos dormitorios infantiles. La mirada de las mujeres que me rodean me dicen que mis sueños son ridículos, que me atreva a montar mi caballo gordo y cansado y que trote hacia mis obligaciones. Pero, ¿cuáles serían? ¿Debería postrarme ante la realidad y ofrecerle las llaves de mi reino? Creo que debo dejar de escribir y seguir leyendo. Quizá un gran hijo del realismo americano tenga la otra llave que yo necesito. Mireia vuelve con Francisco sujeto de una pata, ya no es el bebé de hace unos minutos, ahora es un producto hecho en Malasia, un objeto que ha perdido de pronto su fortaleza metafórica.
Parece que el espíritu que sujetaba el papel vegetal en el cielo se hubiera cansado y hubiese bajado un momento los brazos para secarse la frente o para mirar a otro lado, porque ahora la luz empieza a determinarlo todo (incluido yo) un poco más.

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