10/4/11

Bebo te en un vaso rojo. Al acercarlo a los labios se filtra la luz blanca de la pantalla del ordenador creando un túnel sinuoso por el que me gustaría perderme. Me imagino corriendo. Me veo desdoblado de mi cuerpo observando cómo me alejo de espaldas hacia un punto del que apenas sé nada. El líquido se bambolea como si fuera un océano miniaturizado, amaestrado, encapsulado por esta dejadez de domingo que todo lo amortigua hasta la inmovilidad. Si corriera muy rápido podría atravesar el cristal y saltar a la página. ¿Qué haría allí, en ese espacio de nieves artificiales, de monstruos disfrazados de espesura, grumos y grumos de luz, un incendio blanco que me destrozaría en pocos segundos? Cuando dejo el vaso sobre la mesa recuerdo que esta mañana me bañé con mis hijas en una piscina cubierta. Íbamos en el coche muy alegres, escuchando canciones de Shakira y cantándolas por dentro mientras las cosas pasaban y se quedaban atrás. Me gusta ver aceras vacías y tapias de chalets que esconden vidas dormidas y aspersores que giran mientras un perro, quizá, se torsiona sobre las patas delanteras en señal de amenaza. La pared acristalada de la piscina nos protegía de la autopista. Dentro disfrutamos de un ligerísimo eco en el que era agradable comunicarse. El olor del cloro y la visión de varios ancianos haciendo ejercicios dentro del agua me llenó de la bondad de una lengua gigante que nos lamiera la cara sin sensación de asco. La mujer llevaba un gorro malva y sonreía a su compañero. Yo quiero llegar así, pensé mientras Mireia nadaba torpemente hasta mí: sus ojos tan brillantes, su rostro redondeado aun más por el gorro de baño, la impaciencia de mis brazos esperándola para poder abrazarla. El líquido rojo del vaso me dice que todo lo que ha pasado ya no me pertenece, que ahora solo estamos él y yo y sus normas. Mi sueño de atravesar el cristal se diluye. No eres tan infantil como te susurra tu cabeza, me dice, sabes que es imposible, que le perteneces a este lado, a esta orilla desde la que gritas en vano. Bebo otro sorbo para intentar retenerlo todo: el te, el tiempo, el sonido acorchado de las risas de mis hijas en la piscina, el amor de la pareja anciana, la luz, la velocidad y la indiferencia de los coches que circulaban por la autopista en direcciones marcadas de antemano, conducidos cada uno de ellos por sus propias imágenes de sus propios túneles que les llaman y que deben seguir. Ahora estoy aquí, en mi confesionario portátil, con la espalda relajada y un ligero olor a cloro que me hace pensar en otras épocas o en el verano y en esa tregua que ofrece la vida después de comer. Si fuera sacerdote me hincaría en el suelo a rezar conteniendo las lágrimas. Como solo soy yo, me conformo con llenar de signos esta pared de luz blanca hasta que pierda esa impresión de perfección que me aterra y contra la que lucho cuando me siento a ver el mundo desde aquí.

No hay comentarios :