13/4/11

Aquello era nombrado con una palabra que nunca le gustó. Le parecía demasiado aromatizada, quizá vestida de forma inadecuada, ostentosa y lejana como un traje de Tom Ford visto en el escaparate de una ciudad desconocida. La palabra había resistido admirablemente el manoseo de siglos, la baba de los hechiceros y el ímpetu de los mercaderes que la querían para sí mismos sin importarles la música escasa y rotunda que hacían sus letras al ser pronunciadas: su terminación de metralleta, de taladro que percute y manda callar. Amor también era Roma al revés. ¿Lo aprendió de una canción infantil escuchada en el pasillo de una casa muy grande? ¿Fue en un sueño? Daba igual. No quería entrar en el juego. Roma, dada la vuelta, se convertía en la palabra maldita que le produjo tantos desvelos, tantas preguntas frente al espejo, sesiones de mirarse y permanecer muy quieto esperando que el metal plateado le escupiera la respuesta. El amor también se colaba en las cintas de cassette, marca Scotch Dynarange, que de vez en cuando había que rebobinar con la ayuda de un lápiz para que no se perdiera lo que había dentro: las claves, las voces que aseguraban conocer el secreto, las guitarras que sostenían en vilo las confesiones de tres minutos y medio y que después dejaban paso a otras que volvían a prometer el elixir. Tenía dieciocho años, quizá más. La palabra sobrevalorada se posaba en todas partes, era el pájaro de su verdad y era tan inasible como los pensamientos que traía con su vuelo. Producía cartas. Llenaba en plena noche hojas holandesas (con el membrete del banco de su padre) con las palabras que creía dignas de alcanzar la altura de vuelo que usaba el amor, pero la acrobacia resultaba insulsa, la velocidad alcanzada solo servía para desmentir el milagro. Siempre se quedaba a dos milímetros del cristal que la protegía y ante el cartel de “no tocar” sobre el que expelía el vaho de sus pulmones como un animal defraudado. Tendrían que pasar los años y oscurecerse aquellos días. Un eclipse se lo tragó todo. La caja de zapatos que guardaba las cintas grabadas desapareció sin dejar rastro. Fue una noche. Fue un ángel amigo quien la escondió bajo la envergadura de su ala para que el tiempo pudiera avanzar. La palabra perdió sus celofanes. El envoltorio dejó ver parte del contenido, solo un trozo, lo justo para que naciera otra idea que derrumbara la anterior. El amor crecía. Le salió sabiduría falsa, experiencia de fumador de pipa frente a chimenea artificial. El amor se llenó de bobadas y de pedantería adulta. Tuvieron que venir otros años en manada haciendo mucho ruido, tanto que había días que no escuchaba nada, días de astronauta en planeta desconocido escuchando solo el jaleo de su respiración y la extrañeza de sus pensamientos. Cayeron más cáscaras, la cebolla se despojó de otros vestidos inservibles y en el horizonte aparecieron nuevas señales. El amor era distinto. Había ganado peso aunque no sonara tan estereofónico ni tan pleno. Su voz empezaba a ser real y se le acercaba al oído para decirle las cosas que durante tantos años le había preguntado. Le habló en esa iglesia románica junto a la mujer que amaba. Le habló después en quirófanos mientras sus hijas nacían. Le habló en silencio cuando tuvo que apretar las manos a medianoche defendiéndose de sí mismo y su colección de demonios. Le dio calma a cucharadas. Le echó gotas para que no le picaran los ojos. Le tendió la mano en las escaleras de la realidad. Le esperó. Hasta encendió su tabaco y se lo puso en la boca mientras miraba el mar intentando preguntarse dónde estaba su felicidad.
La palabra iba con él como los legionarios viejos que han combatido en África y en las tierras de Britania. Le dejaba su escudo para que el sol no le quemase. Le ponía luz de minero en la frente cuando el torbellino de la oscuridad le hacía bailar con los ojos cerrados. Habían pasado años. Cada uno de ellos con un papel de lija que iba incrementando la erosión de la palabra hasta dejarla en su esencia. Pero ninguna de esas verdades le podía engañar respecto a la dureza de los próximos tramos del viaje.

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