13/3/11

Venga, que se enfade el viento, papá, dice Mireia. Cojo el extremo de la comba que me tiende y empiezo a girar con fuerza: el viento se enfada. Al escucharlo, al comprobar que ese ser invisible emite sus gruñidos concéntricos y silbantes, mi hija pequeña sonríe como una diosa desconocida que tuviera el mundo suspendido de una cuerda. El amor y los monstruos que se despiertan. El invierno envejecido y debilitado que recrea sus últimas pantomimas en el soportal de una casa, en domingo, con la boca seca de intimidar y bufar y estrellarse contra los muros. Parece mentira que la primavera esté viniendo. Nos sentamos en un escalón y observamos las cosas invisibles que nos gustan. En la cabeza de cada uno comienza la representación. Mis sombras y las suyas, difícilmente comparables ni compatibles. Por más que lo intento no consigo descifrar su mundo. Solo veo una puerta precintada y un eco de aullidos a lo lejos: es su infancia y sus jardines a los que no me está permitido entrar. Creo que dentro hay un palacio y monos amaestrados con pelucas francesas que tocan violines. Allí las madreselvas crecen como el miedo. Me aterra no estar allí. No ser el agua de las fuentes o el tacto de los insectos aterrizando en corolas. Mi hija vive en una hornacina transparente, fuera de las consideraciones físicas del universo que me enseñaron. Hagamos que se enfade otra vez el viento. Mi mano vuelve a girar. Procuro que no vaya más deprisa que la suya. Sopeso su altura y las ganas de que el milagro vuelva a funcionar. Tus monos amaestrados se ríen de mí, Mireia, diosa, heliótropo de los sueños de este hombre que te mira, flor asustada de que el cambio de las estaciones se produzca lejos del alcance de tus manos extendidas al cielo. Haremos eso, volveremos a girar la comba pero esta vez el viento se retirará con el rabo entre las piernas y arrastrando su miserable maleta de todos los inviernos. Esta vez será lo nuevo, lo brillante, lo que conocemos pero callamos, eso será lo que venga. Vamos a inventar una estación a nuestra medida. El viento no entiende nada y sale disparado hacia el norte, donde están esas nubes que arrugan el entrecejo sobre las catenarias del tren. ¿Las ves? Son esas de allí, Mireia, diles adiós con la mano y volvamos a lo nuestro: tus jardines y los monos que se acaban de meter en la fuente de las estatuas bajo un sol caramelizado que recuerda a algo que se metía tu padre en la boca hace muchos años, redondo y dulce, tan translúcido que a veces sentía ganas de gritar solo por tenerlo delante de sus ojos sin pensar que aquello pasaría, se desvanecería como casi todo. Pero ahora estamos aquí los dos y el viento parece que ha perdido su interés por los enfados. Que se vaya. Que siga su viaje.

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