26/3/11

Sábado por la mañana. Película de villanos que luego no lo son tanto, que resultan ser amables, atentos y sensibles pasada la primera media hora. Me asombra la facilidad con la que las películas dibujan transformaciones que en la vida no se dan o que costarían cientos de años: del negro al blanco en treinta minutos, de ahí la necesidad de los cuentos, de ahí que la realidad espante, asuste, haga pensar que todo es inamovible, eterno, detestablemente cierto. Mis hijas están tumbadas en la alfombra. Mireia se cansa enseguida de todo. Se sienta encima de mí, se tumba y se retuerce espantando a la mariposa hipnótica del aburrimiento, esa en cuyas tripas esconde el espejo en el que no queremos vernos. Huelo su pelo. Va en pijama. Un sábado significa esto y la luz que entra por el mirador, una oscilación tímida que puede convertirse en otra cosa si cierro los ojos y dejo que la sensación de tiempo se dé la vuelta y flote en mi cabeza y baje corriendo a mis manos. Desde hace unos días me veo obligado a repetir la palabra primavera. Usamos nombres para tranquilizarnos. Necesitamos colores tangibles, que hagan de cuchillo y que corten. Aquí acaba esto, aquí empieza lo otro. Pero lo otro nunca acabamos de saber lo que es. No llegamos a adentrarnos, no palpamos, no encontramos la paz suficiente para bajar al centro de las cosas. Solo pronunciamos nombres y miramos por la ventana y asentimos o permanecemos atenazados ante las dudas. La atención de Mireia va y viene. A veces es un río subterráneo. Creo que dentro encuentra todo lo que no soy capaz de ver. Sale con diamantes y pelusas. Podría leer en sus ojos si tuviera más calma. Lectura para un sábado de sensaciones oscilantes. Alba, en cambio, está abandonando el reino que habitó. La infancia se le queda pequeña. Ya responde a los hilos adultos, a nuestras pausas, a los vacíos educados, a esa manía de no pensar para que nada resulte dañado. El villano de la historia se humaniza. Vuelve al redil de la bondad pastosa. ¿Necesitamos un mundo así? No sé a cuál de los dos pertenezco. No soy blanco. No soy negro. Soy el organismo caminante que vive en el margen. Vuelvo a mirar por el mirador y después me levanto de la butaca porque me daría vergüenza asistir al resto de la transformación moral de esas personas de mentira que llenan la pantalla. Arrastro los pies despacio por el pasillo para que mis hijas no sepan que me he ido, que me he deslizado de su mundo al mío en el que hay una colección de palabras que hago aparecer en otra pantalla para no perder los nervios. Escribir defiende. Escribir no es un ejército asentado a las puertas de ningún sitio ni perros rabiosos ni linternas ni flechas ardientes que crucen de pronto la bóveda de la noche (asumiendo que exista tal figura y no sea ya un asunto de otros tiempos y otras palabras que ya no están) pero hacerlo crea un vínculo con uno mismo que sirve de escudo para casi todo lo demás.

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