30/3/11

No sé qué diferencia hay entre un hostal y una pensión. Los carteles de los portales en los que se anuncian podrían ser intercambiables a pesar de la P o la H que figuran en grande junto a nombres como Continental, Europa, Roma, Méjico, Asturias, París o de las supuestas dueñas que hace tantos años las abrieron: Rosaura, Lola, Beatriz, Doña Luisa. ¿Por qué tantos nombres de mujer? ¿Será que estos negocios le son propicios a las viudas de todas las épocas que de pronto se encuentran con una casa grande que no habita nadie? Algunos de esos nombres establecen una relación automática con el huésped, incluso con el paseante accidental que se deja engatusar por el óxido de las placas, por las tipografías rebuscadas o los luminosos parcialmente fundidos que le recuerdan a la noche su función de faros prohibidos o de piedras preciosas que el deseo deja caer por descuido de su bolsa. Estar en la habitación de una pensión es como estar en un sueño. Los ruidos y las conjeturas de la realidad se quedan fuera: los martillos hidráulicos, los pajaritos de los semáforos y hasta el jaleo de otras voces que juegan a coro ruso de la realidad. Un cuarto de pensión (de los que tienen un lavabo y una toalla que nunca fue blanca) es un templo de interiorismo. Bukowski era un gran amante de estos lugares. Él y tantos otros que viajaban de una a otra con su máquina de escribir y sus demonios amaestrados. Si no estuviera casado, si no tuviera dos hijas a las que educar en el amor a la alegría, viviría en una de esas pensiones. Me tumbaría en la cama a mirar el techo y crearía cada día un mapa distinto a partir de sus humedades y los cortes que hicieran las sombras dependiendo de la luz. Lo que no haría es tener una radio para escuchar sinfonías de Mahler como hacía el sucio alemán, me bastarían unos cascos: prefiero la discreción. Tampoco subiría botellas de vino ni saldría en calzoncillos al pasillo, borracho, intimidando a los otros huéspedes. La visión y la estética del escritor macho (tan franquiciada internacionalmente desde Hemingway) me parece deplorable. Practicar la literatura no da derecho a convertirse en un niño terrible o en alcohólico zafio o personaje que fuma puros en la cama y huele a sudor. Odio todo eso. Odio arrastrar latas y campanillas como los toros de los pueblos o como los coches de los recién casados con el fin de que el mundo sepa que escribo. Siempre he pensado que lo que pasa, pasa por dentro. Mi río es invisible a ojos de los demás. Hacer ruido no se corresponde necesariamente con que la escritura sea de mejor calidad. Pero sí que viviría en una pensión. Comulgo más con el modelo de tristeza de Pessoa tumbado con su traje oscuro en la cama, junto a una ventana desde la que se ve el poderoso cauce del Tajo cuando se convierte en océano.
Debería existir un sencillo procedimiento para viajar en el tiempo y modificar ciertas situaciones. Por ejemplo, hoy querría estar en ese cuarto con Pessoa, un cuarto con dos camas, ambos tumbados disfrutando del silencio y de la función de circo que cada uno fabricase con sus sombras. El río fuera. El mar esperándole como un dragón de ojos brillantes. Y el sol, tímido y alto, intentando comprenderlo todo.

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