27/3/11

Hay domingos que parecen de otro siglo. Este de hoy me ha hecho pensar en el siglo catorce. Era un músico de la corte de un rey. Vivía bien. Tenía dos hijas que jugaban frente a la chimenea. Yo miraba por el ventanal de mi casa. Los pájaros en lo alto del cielo eran notas de una música que debía componer, que pululaba por mi cabeza intentando decirme algo. El rey, mi señor, era un tipo vulgar, un hortera con amantes y aires de gloria que le deban un aspecto fatuo cuando se paseaba cerca de mí intentando hacerse el entendido, con el pulgar y el índice haciendo grapa en su mandíbula mientras yo tocaba mi instrumento, a veces de viento, otras de cuerda. Pero como he dicho vivía bien. Alejado de las guerras y los horrores propios de mi época. Lo pensaba esta mañana antes de jugar al paddle, cuando hojeaba el periódico ante la misma luz de ese músico imaginario o real, no lo sé, porque puede que yo haya sido también él en esa época y ahora sea este otro que viste ropa deportiva algunos domingos y se complace en observar a sus hijas: sus juegos, sus voces al fondo de la casa, vigilando siempre que el pájaro de su felicidad anide y permanezca cerca. Sirvo a un rey indiscreto que odia la música. Palmea como un mono ante mis staccatos. No conoce la mesura ni la profundidad para la que sirve la música. Sentado en mi butaca observo mis viejas deportivas, ¿cuándo las compré? ¿en qué barros hemos estado juntos? Después, en la pista, he seguido pensando en mi predecesor, en su paciencia y en cómo se las ingeniaría para complacer al monarca. Complacencia. Esa es la base de cualquier relación, ahora y en ese otro siglo. Yo no hago música pero miro esas mismas aves que cruzan mi cuadratura de cielo, esa parcela celeste que me entregaron con la casa. Si soy ese otro, si también respondo a sus actos y al germen de tristeza que me inoculó, ¿qué podría hacer para salvarme o para permanecer tranquilo mientras el tiempo pasa y pasa por todos los lados y por encima con sus patas de minotauro? Toso varias veces antes de comenzar la pieza. El monarca hortera come nueces. Las casca entre sus dedos gordos, entre esas garras reales que seguro han conocido el perfume de tantas sangres. Las mías no. Las mías solo han tocado maderas, cuerdas, profundidades sombrías de las que siempre me cuesta volver. Pero también conocen el paraíso del pelo de mis hijas y la curvatura de sus rostros que se colocan ante mí para recordarme que puedo ser lo que quiera ser. Ese, este, otro, el mismísimo viento que nos azotaba mientras las pelotas fluorescentes volaban por la pista. Sacas tú, papá. Y yo maltrataba el aire con furia y sonreía por estar allí y aquí y poder tener un pie en ese otro mundo que a ellas les es desconocido. Cuando acabo la pieza el rey aplaude y hace que los demás también lo hagan. No le gusta mi música. Creo que me odia tanto como su propia muerte que le palmeará en la nuca una noche lejana. Pero sabe que hasta que llegue seguiré tocando. Para aliviarme golpeo una bola hacia las nubes, tan fuerte que sé que nunca más bajará de allí.

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