24/3/11

Hamlet, deja tu color nocturno, y que tus ojos miren como amigo al Rey de Dinamarca, le dice su madre, quizá con las manos rodeando su rostro en las primeras representaciones y su mirada anclada en algún punto del suelo. No busques siempre, con los párpados bajos, a tu noble padre en el polvo. Una madre de hoy jamás le diría eso a un hijo que acaba de perder a su padre: deja tu color nocturno, abandona la tristeza. Jamás una mujer que se casa con el hermano y asesino de su esposo haría tal declaración a su hijo, ni mucho menos mientras sus manos acarician su rostro cabizbajo. ¿Por qué es tan importante leer a Shakespeare? Quizá porque hoy los valores que propone ya no tengan sentido y sean cacharrería obsoleta que permanece en un estante olvidado. Quizá porque el lenguaje audiovisual y nuestra cultura de uso inmediato hayan pasado por encima de tales dramas y nadie busque la profundidad ni las consecuencias de sus acciones. Anoche veía en casa la versión de Hamlet de Franco Zeffirelli, con Glenn Close en el papel de Reina –dulce y casi estúpida- y un Hamlet poco creíble (o al menos para mí, que nunca he acabado de creerme a Mel Gibson en nada) pero efectivo, entregado con vehemencia de jugador de fútbol americano a la perplejidad del personaje y al torbellino de su angustia.
Sentado en mi butaca blanca asistía a los diálogos de la película como un arqueólogo que fuma en pipa y contempla el trozo de una vasija etrusca en la mano. ¿Dónde se fueron los valores? ¿Qué viento se llevó el mundo del que hablaban esos actores? A veces, en el andén de una estación de cercanías, me imagino como el joven príncipe danés. Nadie mató a mi padre ni mi madre contrajo matrimonio con su cuñado, haciendo que éste se colocara una corona en la cabeza. Mis dramas son más domésticos. Y eso me entristece y me hace pensar que mi vida transcurre por raíles previsibles y tan comercialmente aceptados como esos anuncios que veo sin volumen para rebajar su nivel de intrusismo y defenderme de su imposición. Querría ser un príncipe que arrastra la punta de su espada por un andén ante el estupor de los otros viajeros; un ser entregado a sus tinieblas interiores más que a la moda o a tantos artificios que me resultan cada vez más cansinos y predecibles. En mi afán de ir a contra dirección del tiempo no vería con malos ojos defender el color nocturno de mis pensamientos, de esos que me acompañan, vestido de época o no, allí donde voy, allí donde me siento confundido entre otros y abro la boca para emitir órdenes o juicios o palabras tan vacías que después de salir de mis labios se congelan y caen al suelo como frutos podridos de un invierno que no quiere morir. El espectro de mi padre no me visita de noche en las almenas de ningún castillo, solo las sombras de mí mismo, los recortes de mis pesadillas que desean tomar una forma reconocible para seguir asediándome, taladrándome, mortificándome hasta ese punto en que se consideren mis dueñas. El cabello rubio de la Reina brilla ante el tragaluz, en la galería, junto a su hijo que mantiene por siempre la mirada baja, obligado hasta el fin al desesperante color de la noche.

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