21/3/11

Al acabar de escribir la última entrada a este blog, la del viernes pasado, me quedé pensando en el tiempo. Cuando ocurre me siento como un marinero desamparado; quizá sea una imagen estereotipada pero me resulta tremendamente real: un hombre con un chaquetón abotonado y el cuello subido que permanece estático contemplando la proa de un barco que no se mueve. Recordé julio y su sensación de provisionalidad y hasta casi de vacío, hecho propiciado por el vértigo de entregarse a algo de lo que no se tienen garantías ni señales que ofrezcan destellos reconocibles en medio de la oscuridad. Lo que me quedó de ese mes y de todo lo que pasó (visto ahora fue más bien poco) me vuelve en forma de vapor o tela de gasa que se hubiera desprendido de algún sitio y volase por dentro de mí inquietándome o queriendo decirme algo que no consigo entender.
Ese mismo viernes hablé con la persona que me está ayudando a introducirme en el mundo editorial. Mantengo con ella una relación de muchos años. En esta última época nuestro contacto se basa en mails esporádicos llenos de preguntas ansiosas por mi parte y mucha paciencia por la suya. Cuando abro el buzón y veo un correo suyo no lo abro inmediatamente. Prefiero que pasen unos minutos (todos los que aguante, cuantos más mejor) en los que saco todas mis cometas imaginarias por la ventana. Me repugna que mi felicidad o mi humor estén conectados con noticias que vienen de fuera y no con la fábrica que debería tener dentro de mí. Después, al abrirlos, leo lo que ya sé: que es duro, que es más difícil de lo que pueda imaginar y que muchas veces no merece la pena. Coincide con el comentario de algunos editores o responsables de lectura que han leído algo mío. Todos aseguran que he elegido la peor época para escribir. Cuando voy por la calle con mi ensimismamiento de la mano, en esos tiempos muertos en los que me dirijo de una obligación a otra atravesando calles como un autómata educado y algo triste o hechizado por asuntos de los que me sería complicado responder, me pongo a pensar en todo esto: escribir, publicar, intentarlo, esforzarse en un asunto del que no hay certezas que vayan más allá de mi propia vanidad. Contra todas estas verdades solo queda afianzar una postura. La resistencia suele ser más práctica que la fortaleza. Casi todo se basa en resistir. Mi épica personal no pasa por imágenes a cámara lenta levantando una bandera en lo alto de una montaña y con el pelo, con mi escasísimo pelo al viento. Esas imágenes siempre me han parecido mentirosas. Prefiero ser ese otro que se esconde tras un risco a la espera de que el viento sea favorable, ese que esquiva la lluvia de flechas e incluso reza por miedo y no por fe. Escribir es esperar. Todo es esperar. Cuando miro a mis hijas en la cena sé que el oficio de un padre es saber hacer eso, ser paciente, no juzgar ni dejarse dominar por el primer impulso que asalta la sangre. Cuando la sopa está demasiado caliente hay que hacer circunferencias con la cuchara, trazar curvas hipnóticas que distraigan al tiempo y nos ayuden a verlo todo como un sueño encadenado del que somos a la vez protagonistas y rehenes. ¿Qué hay que hacer con la cuchara cuando las cosas que quieres no vienen? Guardo esta pregunta para mi próximo mail a Patricia, aunque ya sepa la respuesta.

2 comentarios :

Arrowni dijo...

Si, si, es verdá que así es. Un señor me contaba que él pinta y escribe, pero que terminando un cuadro se le va la ansiedad, y terminando un texto espera. Ni siquiera piensa editar sus textos, pero espera. ¿Qué? me pregunto yo.

Y en realidad no me pregunto qué (porque ya lo sé o no es importante), sino cómo se me ocurrió ese oficio típico donde uno espera. ¿Siente así el actor? ¿El carpintero, el cura? Alguno debe sentirlo, pues es improbable que entonces (al dejar un texto fijo, esperando medio a que se pudra entre las hojas, virtuales o no, en que lo abandonamos) uno sea el centro del mundo.

Verdá que es improbable, verdá...

About dijo...

Verdad que lo es o verdad que escribir también es fijar algo (o intentarlo) en el tiempo. Quizá sea un afán infantil de llevarle la contraria a esta noria gigante en la que estamos subidos. Sea de una y otra forma, lo mejor de escribir es ese momento congelado, esa obstinación de que las cosas deban pararse por el simple mandato de nuestra voz subida a un carro tirado por palabras.