4/2/11

Me gustan los milagros razonables. No es una cuestión de resignación o desengaño causados por la experiencia que quiera o no se va acumulando. A los siete años creía que el tren eléctrico con el que jugaba en la mesa del comedor corría a la velocidad que indicaba la rueda del mando: ciento veinte kilómetros por hora. La máquina giraba por aquel trazado básico y yo me limitaba a seguir con la vista ese movimiento que no iba a ningún sitio. Nunca pregunté a mi padre si aquello era real. No entraba en mis cálculos que nadie pudiese mentir sobre algo tan importante.
Ahora (incluso podría decir esta mañana sin ningún ánimo retórico) cuando cojo el bote de cristal en el que mi mujer pone el cola cao y dejo caer dos o tres cucharadas de ese polvo oscuro a un vaso de leche caliente siento que mi mirada es la misma que cuando el tren. Fijo la vista en la circunferencia del vaso, quizá en los restos de cacao que se hayan quedado sin mezclar, adheridos al borde, y me dejo embaucar por la débil resistencia que ofrece el color blanco ante la invasión. La cuchara hace su trabajo de burro de noria. Mi mano la empuja como un molinero de buen corazón pero a punto de jubilarse. Todo transcurre bajo el mandato de la normalidad; pero algo por dentro, en algún extraño pasillo de mi cabeza, comienza a sacar conclusiones. Cuando pasa esto siempre recuerdo la lectura de ese grandioso libro de Georges Perec, Tentativa de agotar un lugar parisino, y comparto su empeño enfermizo por descubrir el secreto de la realidad a fuerza de enumerar una y otra vez las cosas que vemos. Mi simpatía por los milagros razonables se basa en la observación. Que todos los días me levante, accione grifos, abra botes, coja cucharas, bolígrafos, bufandas, monedas, cables, pañuelos de papel, trozos de pan, cartas del banco, bolsas de basura, invitaciones, plantas que cambio de sitio, pijamas, frascos que contienen líquidos de colores imposibles y tan magnéticos que a veces debo desviar la vista para no acabar dentro, paquetes de tabaco, aparatos de los que apenas conozco levemente su utilidad, libros, juguetes, piezas de colores que cojo del pasillo preguntándome de qué pueden ser y quién de mis hijas las perdió o ya no sintió interés por ellas y las dejaron caer como se deja flotando todo en la atmósfera cotidiana del olvido, que haga todo eso no quiere decir que mi adiestramiento esté tan cualificado como para no asombrarme. Cada una de esas cosas me sigue diciendo algo en un idioma propio. Reconozco que no son cosas para contar en una comida de negocios o en una celebración de veinte personas, a los postres, levantándome tras golpear una copa con el filo de un cuchillo y con voz firme disertar sobre estas revelaciones. Imagino que para eso se inventó la literatura, ese juego de solitarios que prefieren hablar poco.

1 comentario :

Anónimo dijo...

¡Qué pequeño gran milagro, la literatura!