12/2/11

Mañana de sábado en una isla luminosa que, tras palpar paredes y olfatear rincones en busca de olores familiares, resulta ser la casa donde vivo. Voy en pijama. La televisión ha estado encendida desde muy pronto. Cuando me levanté me asomé al salón sin que me viera Mireia; allí estaba frente a una serie de Nickelodeon: su religión, su dios de colores que emite bloques publicitarios con el mismo rigor que los intervalos de las campanas que suenan en las catedrales o el incienso quemado en un templo budista. Escucho el motor de un cortacésped. Podría ser una taladradora o una máquina desconocida que hace su trabajo cerca de aquí, pero ¿cuál será? Parece que ha parado. Es tan intenso el silencio que tengo la sensación de que pronto llegará alguien con la factura dentro de una delicada caja de plata. El dios de Nickelodeon ya no está. Alba se fue al otro lado de la casa, hacia la cola de la ballena, cantando, con su voz menguando a medida que lo hacía, como en un cuento. De la cocina llega el sonido del vapor de la plancha. Si tuviera más agudeza, si no me hubiese machacado tanto los oídos desde los doce años con walkman, radios, cascos y lugares con bafles enormes en los que la gente apoyada las copas, podría percibir el sonido de las manos de Nuria alisando una camiseta de la talla seis antes de que la plancha la pasara por encima. Como no la veo comienzo a imaginarla llevándose la camiseta cerca de la nariz y entornando los ojos. Aprovecho los momentos en que no escucho la emulsión de vapor para certificar mi teoría. Después pienso que la realidad no necesita tanto romanticismo, tanto amaneramiento, que el día se compone de actividades rutinarias que se desarrollan en silencio o junto al acompañamiento de otros sonidos indescifrables: un router que de pronto pita, una impresora que se desboca sin aviso y comienza a poner en orden sus tintas, el frigorífico, las voces que llegan a través del conducto de la campana extractora (hace años que escuchamos el ladrido de un perro pidiendo ayuda desde el otro mundo). Me gustaría encontrar un aislante acústico tan poderoso que me permitiera percibir el crecimiento de las plantas del salón, esos ruidos que hacen a diario, como los que hacemos el resto de seres que estamos aquí, en medio de nuestras islas luminosas de los sábados. Mi misión en el mundo sigue siendo un misterio. Puede que sea ese señor paciente y en pijama que necesitaba el mundo como testigo de sus ruidos. Puede que mi trabajo de héroe se limite a estar aquí y contarlo. No es Troya ni ningún planeta de la alianza interestelar, solo es una plancha y mi cabeza y unos aparatos diminutos que juegan al escondite con mis viejos alicates de atrapar la realidad.

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