13/2/11

Las discusiones familiares son ácidas. Siempre hay un trozo de la cuerda que no se puede romper. Durante el tiempo que dure la disputa, ya sea por teléfono dando vueltas a una céntrica plaza, haciendo círculos y mirando al suelo mientras sopesamos la importancia de las palabras escuchadas o intentando defender nuestros argumentos o rebuscando en los archivos del pasado en busca de la ofensa, la gota, el filo ya oxidado con el que asestar el corte de pronto y sin aviso, ya sea así o sentados en casa sujetando el auricular de otro teléfono o en vivo, en la presencia no deseada de esa persona que nos recrimina asuntos que pensábamos ya olvidados, sea así o de la forma que en realidad sucede constantemente y de cómo se desarrolle el incidente siempre debemos recordar que hay un trozo de la cuerda que debemos mantener alejada de nuestras ganas de sacar un cuchillo y cortar ante sus ojos alucinados, cortar y después retirarse hacia la sombra y desaparecer sin decir nada. Pero resulta difícil. La sangre manda, no la herencia ni los lazos sino la temperatura que adquiere en el momento. Si es invierno las palabras saldrán acompañadas del mismo vaho de esas batallas antiguas que aun sin haberlas vivido recordamos o llevamos dentro de la cadena genética que viaja por nuestro vacío. Nos podrían colocar un espejo delante y empañarlo creando un mapa que durante un instante nos dijera quiénes somos. Ese eres, el que ladra, el que se retuerce ante la verdad, el que no soporta escuchar lo que hizo ni las bajezas de las que se valió para conseguirlo. Olvidamos que es nuestra hermana, la mujer que nos trajo al mundo, incluso puede que el padre, esa figura que se cierne ante nosotros con sus palabras envenenadas, dispuesta a trocear la paz de nuestra vida si no le ofrecemos la rendición y que hinquemos la rodilla en el suelo y reconozcamos que así fue: una derrota, una constancia pública y por escrito de que nuestros actos fueron infames. La envidia, el orgullo y las palabras que se dijeron y permanecieron tapadas y que un día salen del sepulcro con la cara pintada de venganza nos persiguen. Son las discusiones más terribles, las que después merodean de noche al intentar dormir, las que se cuelan en los ojos y nos dan ese aspecto envejecido y cansado, descreído y pastoso que nada tiene que ver con el paso normal del tiempo. En cada una de esas discusiones se muere, morimos, nos matan despacio con voces distorsionadas que retumban a cámara lenta mientras las armas hacen su trabajo de disparar o perforar o sajar de golpe un miembro, una pierna que sirva de botín, que calme, la libra de carne que apague su ira y dé por zanjado el asunto. Pero incluso así, incluso desmembrados y convulsos, incluso cuando se abren los ojos para salir del sueño y siguen persistiendo las figuras que había dentro, debemos procurar que la cuerda no se rompa, porque esa misma fue la que un día nos sujetó al mundo.

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